Paseo matinal, compartiendo los descubrimientos de Yago de su nuevo entorno. Empatizando con él. Alejándome estos días del campo de tiro, donde los militares practican con sus armas entre Camas y Castilleja de Guzmán. Y llevándome a Yago, como por capricho, hacia el otro extremo, el límite entre Guzmán y Valencina. Porque su miedo es tan grande que apenas lo expresa. Le paraliza. Contiene su respiración y no emite ningún sonido. Sólo alguna vez algo le sobresalta. Alguna rama que lo toque de manera inesperada. Un perro que corra hacia él sólo por darle la bienvenida. A veces nada, quizás el aire. Hace que pegue un respingo con el que sólo consigue ponerse de frente a la causa de su sobresalto. La correa no le permite ir más lejos. Y le veo hacer un reconocimiento, desde su parálisis de nuevo, como diciendo "ah, ha sido sólo eso". Es valiente sin embargo y se alegra cuando nos preparamos para salir a caminar. Aunque lo haga volviendo la cabeza atrás o moviéndola de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. No sabemos qué le ha llevado a esta situación, sólo podemos atender a sus reacciones. Estar en continuo contacto con su emoción. Ganarnos su confianza para que recupere la que perdió en el mundo. Aprende cada día, en cada momento. Celebramos sus juegos en casa, donde se siente más seguro. Tristemente hay miedos que siempre perduran, algunos puede que siempre permanezcan con él. Lo importante es que no le impidan disfrutar de una vida feliz. Que no sean frecuentes y que los resuelva cuanto antes.
Texto e imagen de Maite Márquez Martín
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