Y sí. Fueron las malditas ratas las que me salvaron.
Llegó primero una, luego dos, luego seis... todas subían por mis piernas a través del hueco entre mis pantalones y los pedazos de cuero que llevaba por zapatos. Metían la cabeza tímidamente, como buscando a alguien en mis tobillos, olisqueaban y metían el cuello y las patas delanteras. Después empujaban la barriga y podía sentir sus pequeñas uñas avanzar hasta mi rodilla, sus colas, mucho más frías y ásperas que sus estómagos eran como espárragos adheridos a mis vellos, a veces sentía que me los arrancaban. Pero luego, cuando se quedaban quietas, el calor de sus peludos cuerpos calentaba mis huesos, y dejaba de atormentarme el frío del invierno en aquella mazmorra donde Penelope me aventó cuando pensó que la engañaba con la chica del bar, la hermosa chica del vestido azul. Ojalá la hubiera engañado, al menos tendría buenos recuerdos mientras estaba en aquel piso de piedra.
Cuando empezó el invierno, cuando caí de pie después de que me aventaran desde un auto a sesenta kilómetros por hora, se rompieron mis tobillos, y creo que los huesos de la cadera. Recuerdo que cuando me desmayaba de dolor, lo único que pensaba era que mi ropa interior estaba sucia, y que alguna enfermera tendría arqueadas cuando me la cortarán para revisarme antes de subirme a alguna ambulancia.
Pero nunca llegó nadie, y el invierno ya había comenzado, las heridas impedían que me pudiera mover más allá de donde estaba la gotera, la bendita gotera que me hidrataba, pero que debilitaba mi razón con su sonido. Su hipnotizante y obsesivo sonido, ese ritmo que taladraba mis oídos y quebraba lo poco que aún me quedaba de razón.
Tip-tup, tip-tup, tip-tup, tip-tup.
Juntando todo mi valor, yo mismo me decía, vamos muchacho, puedes aguantar unos días en este calabozo y después te arrastrarás a la ventila a gritar por ayuda. Me lo repetía durante cada ataque de dolor, pero con los huesos rotos un hombre no puede sostener la cordura más de veinte segundos, y en esos veinte segundos me repetía, puedes aguantar unos días en este calabozo.
Pero los días pasaron y no conseguí moverme.
Fue al segundo día que llegaron las ratas, tal vez fue antes, pero no lo recuerdo.
Mis amadas ratas, después de unos cuatro días llegaban por decenas, y seguían metiéndose debajo de mi ropa a dormir sobre mi piel, entre mis axilas, mis testículos, mi ombligo, y yo me sentía como un rey. Un rey con abrigo de pieles, pieles vivas.
Es cierto que me comí a un par de ellas, pero era necesario, yo ya me había convertido en una rata. Y entre ratas podemos comernos unas a otras para sobrevivir.
Si ellas necesitaban de mi calor, yo me las cobré con los cuerpos de dos regordetas a las que ahora nadie recuerda, excepto yo.
Cuando me rescataron, habían pasado dos semanas y mis huesos habían empezado a soldar, de una forma aberrante por supuesto. Los tuvieron que romper de nuevo para acomodarlos, ahora ya hasta puedo correr.
Un día, fui por Penelope.
Estaba parado en la sombra que proyectaba un farol junto a la entrada de su casa, eran las once de la noche, y yo sabía que aún no había llegado, la conocía bien.
A Las once y veinticinco, un auto de color azul y motor de ocho cilindros se aparcó a cincuenta metros antes de la entrada, reconocí en seguida el sonido del auto desde el que fui arrojado.
Escuché la despedida, y murmullos de coquetería, me pegué a la pared.
Apreté el cuchillo y esperé.
Ya son las cinco de la mañana y vine a la cloaca donde hace un año me arrojaron, y mis amadas ratas salieron de inmediato a saludarme, ay ¡mis amadas ratas!
Era la primera vez que volvía luego de que me rescataran.
Pero valió la pena, esta noche les traje una hermosa y carnosa pierna con todo y nalga, es difícil separar piezas cuando no eres carnicero y solo tienes cuchillos de cocina en casa, y además si tuviste que llevar un cuerpo en la cajuela y subirlo cuatro pisos a tu apartamento, la cosa se pone de fastidio.
Mañana, será un suculento paquete de vísceras. Pasado una jugosa cabeza con todo y cabello.
Y quién sabe, tal vez cuando acabe con Penelope, vaya por el chofer del coche azul... aún no lo sé, quizá el sea inocente, un hombre no sabe lo que hace cuando está enamorado.
Por lo demás, me casare con aquella chica de vestido azul que conocí hace un año en el bar de karaoke, y es posible, quizá , podríamos tener un departamento y tal vez algunas ratas como mascotas, por si el invierno se vuelve insoportable...
Relato de Mario Treviño
Imagen de Pixabay
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