viernes, 3 de julio de 2020

White rabbit

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Buscó su nombre en internet. Teclear esas dos palabras suponía un cosquilleo en su espina dorsal. Las uñas estaban sucias y ensuciaron también el viejo teclado, que ya tosía los golpecitos de sus yemas de un modo un poco preocupante, un poco como de bronquitis aguda. 

21 años. Pelo bonito. Frondoso. Pero 21 años. Era curioso que ese chico que estaba cogiendo su guitarra y cantando una canción en el frío de Madrid no supiera que en esos momentos alguien tecleaba su nombre.

-De algún modo, debería uno de sentirlo. Al escribir tu nombre en un papel, la persona tendría que sentir en la espalda unos dedos marcándole, despacio. Como cuando se dibujan formas en la arena, con un palito.

Sin embargo, no lo sabía. Estaría tomando un café con leche o un bocadillo de mortadela en una banqueta, rodeado de olor a fritanga y gritos de vasos de agua y gin tonics, porque ya era hora del gin tonic. 

Estornudó dos veces, pelo por delante de la cara y calcetines gordos. Era la época de las gripes.

Puso una canción del cantante. Carlos Asunto, se hacía llamar. Nacimiento. 1997. En un lugar lejano de Latinoamérica. 

La luz reflejaba su rostro sobre el cristal de la alacena. Había bombones en la mesa, brillantes cabezas en una tumba de madera. Quiso percibir el olor de esa fritanga y subió el volumen de la música. La voz del chico se confundía con los coros desiguales del resto de su banda de música. Nadie la estaba mirando. Descargó varias fotos del muchacho y su voz resonaba en la estancia. 

Abajo, una familia se agitaba hablando de un pescado hervido que sabía un poco mal, como a polvo, decían. Daban gritos, exaltándose, porque no había salido como estaba previsto. Un pescado. Alguien quemó con el cigarrillo el sofá y un niño pequeño lo celebró dando palmas. 

Desde el piso de arriba, ella tomó un trago de su Pepsi. La lata refulgió en el cristal de la alacena. Los pasos de su madre se alejaban hacia la cocina. Se levantó, asfixiada entre tanta manta y delirios de una gripe colorada y gorda que estaba ya dando pasos agigantados en su garganta y rasgando con una pandereta su cráneo.

Se dirigió hacia la cocina. Otra Pepsi, otro zumo, la voz de 1997 sonaba en el ordenador.
Abrió la puerta de la cocina. Uñas violetas estampadas en la madera. Un fuerte olor a fritanga llenó su pelo, sus zapatillas, su pijama de unicornios y la manta de cuadros que envolvía todo su cuerpo. 

-¿Mamá?

Un grupo de gente se daba codazos intentando alcanzar una botella de ginebra. Sentados unos encima de los otros en la mesa de la cocina, una camarera intentaba alcanzar a los clientes desde el abismo del fregadero. La luz parpadeaba y una nube de humo de tabaco negro cubría los rostros, difuminados por la noche y la gripe que le atacaba. Al entrar, la miraron y siguieron bebiendo. O creyó que la miraron, sus ojos eran cuencas vacías y solo los trajes de zara resplandecían, uniformados. Se arrebujó en su manta a modo de abrigo y se adentró en la nube. Era su cocina, bueno, la cocina de sus padres. Aunque en la puerta había un letrero que rezaba “abierto” y la música de Sabina vibraba a todo volumen. 

Arremolinadas, unas 20 personas nadaban entre pepitos de ternera y copas que caían al suelo, mojando los pulidos zapatos. Vio a lo lejos a la melena de 1997 coreando a viva voz la canción de Sabina. Mierda. Y ella con zapatillas de cuadros y calcetines gordos y en fin, esa pinza en la cabeza que enseguida se quitó, tras estornudar otras dos veces.
Se acercó a la nevera y sacó un bote de zumosol. Era su cocina, pero el contexto, vestido con traje de chaqueta de cuadros y sombrero de hongo, le gritaba a voces que había que pagar. Así que abrió la mano y cayeron dos euros en el suelo que desde luego antes no tenía. 

El chico de 1997 estaba allí, azotando su melena frondosa, se llevó el vaso a la boca. Un halo de Sabina y de fritura cubría su cabeza. Un esqueleto dentro de un jersey azul y gris y una melena ondulada de color negro. Se guardó la pinza en el bolsillo y decidió ir a hablar con él. La cuestión es que, al final, era su casa y tenía pleno derecho, aunque esa puerta hubiera dado acceso a una madriguera situada en otro mundo. Se cubrió mejor con la manta de cuadros y saludó al chico de 1997, que estaba enlatado entre los bebedores de ginebra. La miró extrañado, pero daba igual, lanzó un “me encanta tu canción, Cold, ¿la escribiste tú?”. Asintió. En ese momento, la empujaron, la gripe estaba pisando charcos en sus pulmones.

Necesitaba volver al sofá, a la música que había dejado encendida, a la luz tenue de la lámpara de pie y allí seguir enfermando hasta la hora de dormir.
Con dificultad y las zapatillas pisoteadas, salió de la cocina. Porque era la cocina. Al cerrar la puerta…sus pies cayeron sobre un charco. La calzada estaba allí, delante de ella. La calle de abría paso, fría, la gente se acumulaba en los bares y ni una sombra hacia sombra en esa noche de viernes. 

Pero la manta de cuadros seguía  sobre su espalda. Y el pijama de unicornios. Y el chico de 1997 que la estaba mirando muy extrañado a través del cristal de la puerta, terminando su vaso de ginebra y riendo a golpe de Sabina. 

Bar Tobías. 

No era la cocina. No era la casa de sus padres. No era el salón. 

Se colocó la manta con dignidad, esa poca que los delirios de la fiebre le permitían resguardar, y arrastró su pijama de camino al metro.  Se cruzó con otra persona, alta pero encogida, que se abrigaba una manta de cuadros roja y verde y miraba con preocupación, esperando que nadie se diera cuenta de sus zapatillas de rinoceronte y nariz roja. 


De camino, estornudó diez veces. 



Alicia Louzao: Soy redactora en Quimera, Liberoamérica, Ocultalit, Culturamas, entre otras. Trabajo como profesora en la Universidad Complutense de Madrid.



Relato de Alicia Louzao 
Imagen de Pixabay

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