El museo se habilitó para la audición del concierto. Filas de sillas plegables tras las coronas votivas de los visigodos, y un piano, un fagot y un contrabajo en el espacio central. El programa consistía en piezas de autores clásicos de toda la vida. Pero al comenzar, los intérpretes enloquecieron: El pianista aporreaba las teclas sin ningún tipo de criterio musical; el otro sacaba al fagot una única nota aguda, larga y simultánea mientras marcaba un extraño ritmo a zapatazos. El contrabajista no había tensado las cuerdas en la escala debida y manejaba el arco a modo de serrucho; por lo tanto el sonido era destemplado, metálico y grave, algo así como el zumbido de un gran moscardón mutante. Algunas personas abandonaron el local decepcionadas, pero nosotros, algo contrariados aunque curiosos, decidimos esperar hasta la segunda parte. Cuando comenzó ésta, más de lo mismo. De pronto irrumpió la policía en el local junto con tres mujeres uniformadas de fucsia que gritaron: ¡Detengan a los impostores! Los policías se llevaron detenidos a los falsos músicos y las mujeres ocuparon su sitio, afinaron los instrumentos e interpretaron con virtuosismo la música lánguida del programa que nos aburría un poco.
Texto e ilustración Garven
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