Lleva dos días en el hospital.
Apenas recuerda cómo llegó allí. Sabe que quiso suicidarse lazándose
por el balcón. Ignora cómo pudo sobrevivir a una caída desde un
quinto piso. Sólo recuerda un dolor atroz, unas ganas aún más
grandes de morir, de abandonar todo sufrimiento... y la sensación
de que algo no iba bien, no es que no fuera a morir, es que no le
dejaban morir. Como si algo se abriera paso desde la oscuridad y le
empujara de nuevo a su cuerpo roto y dolorido.
Más cosas extrañas. En los dos días que llevaba hospitalizado el dolor
había remitido mucho. Suponía que estaba sedado hasta niveles
insospechados, pero es que sentía que podía volver a levantarse.
Sobre todo cuando aparecía esa enfermera en particular. Esa que le
hacía pensar cosas que antes nunca había pensado. Se preguntaba
si sería consecuencia de la morfina.
No es que tuviera ganas de invitarla a salir, conocerla y enamorarla.
No, en absoluto. Cuando la joven aparecía sentía deseos nunca
antes imaginados. Quería acercarse a su escote para desgarrarlo
con sus uñas, quería besarla en los labios para arrancárselos de un
bocado y comprobar a qué saben, quería desnudarla para poder
ver bien cada hematoma que fuera capaz de producir a base de
golpes... Miraba a su alrededor y veía todo tipo de material que
podría usar para causar dolor a aquella pobre chica.
Algo no iba bien, nunca había sido un tipo violento y, ahora, cada vez
le era más difícil frenar su loco anhelo. Lo peor eran las voces que
cuando ella aparecía le pedían, le rogaban, le ordenaban “¡hazlo!
¡Lo deseas! ¡Queremos probarla! ¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!”
La joven enfermera volvió a la habitación haciendo su ronda. Estaba
preparando la medicación adecuada, de espaldas a la cama.
No podía evitarlo, no quiso evitarlo. Como imaginaba, pudo
ponerse en pie y andar sin hacer ruido a pesar de haberse
roto casi todos los huesos en su frustrado intento de suicidio.
A la chica se le cayó algo al suelo. La tenía a un solo paso de
distancia. Él tenía preparado un vaso de cristal que tomó de la
mesita de noche para estrellárselo en la cabeza. No la mataría, pero
la dejaría suficientemente aturdida como para poder hacerle cada
una de las cosas que las voces le decían que debía hacerle...
En ese momento ella se giró, se sobresaltó al verlo tan cerca y se le
escapó un pequeño grito. Ese involuntario grito le salvó la vida. El
grito hizo que, por un momento, nuestro hombre se diera verdadera
cuenta de lo que iba a hacer. También supo que no podría evitarlo
mucho tiempo. Se dio la vuelta y corrió hacia la ventana. Se lanzó de
nuevo. No supo cómo sabía que estaba en una cuarta planta, pero
lo sabía. En los escasos segundos que duró la caída le dio tiempo a
pensar que era mejor morir que convertirse en un monstruo.
En el último instante, sonrió...
Relato Sergio Salvador Campos
Imagen de Marta Pineda
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