miércoles, 23 de octubre de 2019

Carmín

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La mayoría de las plantaciones estaban rociadas por insecticidas nocivos para sus diminutos saqueadores, pero no aquella higochumbera. Esas soleadas hectáreas de la isla de Lanzarote eran un paraíso donde las cochinillas campaban a sus anchas; a salvo, incluso, de algunos depredadores. Las espinas de la dulce planta les brindaban protección contra los pájaros y otras alimañas.

 Ni siquiera ellas mismas eran conscientes del lugar tan privilegiado que habitaban. Allí la comida jamás escaseaba, el clima era óptimo y podían reproducirse cuanto quisieran. Los propietarios jamás les ponía obstáculos, todo lo contrario. Pues lo que realmente cultivaban en la higochumbera no era la planta en sí, sino las propias cochinillas.

Cada cierto tiempo, unas manos con una especie de cucharón retiraban tantas caniquitas con patas como se encontraban, que jamás regresaban a la planta de la que habían sido abducidas. Después las dejaba al sol, en una bandeja de metal reflectante que potenciaba el calor que recibían las cochinillas, abrasándolas, evaporándolas, incinerándolas vivas. Sus gritos de agonía se perdían en esa crematoria atmósfera sin que nadie llegara a oírlos, ni siquiera las compañeras que se encontraban a salvo en las plantas.

Una vez muertas, se llevaban sus restos para triturarlos y molerlos hasta convertirlos en un polvo que mezclaban con productos químicos para obtener ácido carmínico.

El negocio iba viento en popa. Se vendían miles de kilos de cochinillas machacadas a varias empresas importantes, como la que elabora los yogures de fresa que tanto te gustan después de cenar, o la que fabrica esos pastelitos rosa que devorabas en tu infancia y que aún se siguen vendiendo, bajo el nombre de ese simpático personaje de dibujos animados. En las etiquetas se usan los eufemismos “colorante E-120” o “carmín natural”. Así es, carmín. No sólo van a parar a la industria alimentaria; las cochinillas machacadas de Lanzarote también se usan para elaborar pintalabios.

Lo sé, es repugnante. A mí también me traumatizó cuando vi ese maldito documental. Me puse Discovery Max un rato antes de mi primera cita con Susana para calmar los nervios, y vaya idea. Vino con los labios pintados de rojo. Yo era incapaz de mirárselos sin pensar en el polvo de cochinilla.

Al principio de la noche, para saludarla me limité a juntar mi mejilla izquierda con la suya derecha y viceversa, mientras recreábamos el sonido de dos besos. A la despedida no hubo tanta suerte. Encerrado en su coche, me plantó esos morros sanguinolentos pretendiendo juntarlos con los míos. No pude evitar pensar que el carmín tocaría mi boca, se mezclaría con mi saliva y yo acabaría tragando algún fragmento de cochinilla.

Instintivamente me aparté de ella todo lo que pude e intenté abrir la puerta, pero tenía puesto el cierre. Durante una fracción de segundo me vi acorralado y no se me ocurrió otra cosa que gritarle: «¡quita, bicho!» No se lo tomó muy bien, la comprendo. Espero que eso no frustre la posibilidad de una segunda cita.

Texto de Román Pinazo
Imagen de Imbarex (Natural Colors & Ingredients)

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