La mayoría
de las plantaciones estaban rociadas por insecticidas nocivos para sus
diminutos saqueadores, pero no aquella higochumbera. Esas soleadas hectáreas de
la isla de Lanzarote eran un paraíso donde las cochinillas campaban a sus
anchas; a salvo, incluso, de algunos depredadores. Las espinas de la dulce
planta les brindaban protección contra los pájaros y otras alimañas.
Ni siquiera
ellas mismas eran conscientes del lugar tan privilegiado que habitaban. Allí la
comida jamás escaseaba, el clima era óptimo y podían reproducirse cuanto
quisieran. Los propietarios jamás les ponía obstáculos, todo lo contrario. Pues
lo que realmente cultivaban en la higochumbera no era la planta en sí, sino las
propias cochinillas.
Cada cierto
tiempo, unas manos con una especie de cucharón retiraban tantas caniquitas con
patas como se encontraban, que jamás regresaban a la planta de la que habían
sido abducidas. Después las dejaba al sol, en una bandeja de metal reflectante
que potenciaba el calor que recibían las cochinillas, abrasándolas,
evaporándolas, incinerándolas vivas. Sus gritos de agonía se perdían en esa
crematoria atmósfera sin que nadie llegara a oírlos, ni siquiera las compañeras
que se encontraban a salvo en las plantas.
Una vez
muertas, se llevaban sus restos para triturarlos y molerlos hasta convertirlos
en un polvo que mezclaban con productos químicos para obtener ácido carmínico.
El negocio
iba viento en popa. Se vendían miles de kilos de cochinillas machacadas a
varias empresas importantes, como la que elabora los yogures de fresa que tanto
te gustan después de cenar, o la que fabrica esos pastelitos rosa que devorabas
en tu infancia y que aún se siguen vendiendo, bajo el nombre de ese simpático
personaje de dibujos animados. En las etiquetas se usan los eufemismos
“colorante E-120” o “carmín natural”. Así es, carmín. No sólo van a parar a la
industria alimentaria; las cochinillas machacadas de Lanzarote también se usan
para elaborar pintalabios.
Lo sé, es
repugnante. A mí también me traumatizó cuando vi ese maldito documental. Me
puse Discovery Max un rato antes de mi primera cita con Susana para calmar los
nervios, y vaya idea. Vino con los labios pintados de rojo. Yo era incapaz de
mirárselos sin pensar en el polvo de cochinilla.
Al
principio de la noche, para saludarla me limité a juntar mi mejilla izquierda
con la suya derecha y viceversa, mientras recreábamos el sonido de dos besos. A
la despedida no hubo tanta suerte. Encerrado en su coche, me plantó esos morros
sanguinolentos pretendiendo juntarlos con los míos. No pude evitar pensar que
el carmín tocaría mi boca, se mezclaría con mi saliva y yo acabaría tragando
algún fragmento de cochinilla.
Instintivamente
me aparté de ella todo lo que pude e intenté abrir la puerta, pero tenía puesto
el cierre. Durante una fracción de segundo me vi acorralado y no se me ocurrió
otra cosa que gritarle: «¡quita, bicho!» No se lo tomó muy bien, la comprendo.
Espero que eso no frustre la posibilidad de una segunda cita.
Texto de Román Pinazo
Imagen de Imbarex (Natural Colors & Ingredients)
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