Ocurrió una madrugada de tanto sembrar supersticiones. En la tele una chica dijo ver, desde la ventana de su habitación, una plaga de ratas pululando por las lápidas del cementerio, o una plaga de liebres u otra plaga de algo oscuro; pequeñas cosas escurridizas demasiado lejos para afinar qué era aquello. Aquella mujer con vistas a la necrópolis urbana; todavía con el sueño inflándole la cara, veía atónita cómo unas manchas grises se dispersaban entre las tumbas y trepaban como macacos por los cipreses. Hasta aquí nada demasiado excepcional de no ser porque los seres que se descolgaron de los nichos, que se desclavaron de las cruces, que humanizaron sus metales, eran los cristos metálicos de los cementerios católicos. Eso fue lo que sucedió y de lo que luego se hicieron eco todos los telediarios. No hubo ladrones, eran los propios cristos autómatas que corrían como pequeños velociraptores digitales. Costó demostrar que aquello no era una broma; igual que a Cristo resucitado le creyeran los apóstoles.
Medianos cristos de bronce, de calamina, o de latón dorado e inoxidable; cagados de pájaros y pringados de líquenes. Caminan con el hueco en la espalda por ahorrar material; con los avisperos dentro y las desconcertadas avispas rompen sus aguijones inútiles en las aleaciones duras de los cristos resucitados del apocalipsis de las fraguas. Abandonan sus tumbas; trabajosamente se arrancan del pegamento; de las soldaduras y blincan sobre el granito, sobre los epitafios, sobre las flores de plástico o tela con tallos de alambre. Es la resurrección de los cristos –que no de los muertos- . Corren en marabunta y suenan los tintineos de sus pasos ferreteros por el asfalto, por las calles. No agreden ni roban aunque sí presentan resistencia si son capturados; no comen nada ni beben nada, para qué. Sólo husmean, huyen, trepan; chocan sus metales cuando se hacinan en algún lugar como perritos de la pradera. Por supuesto parece que no hablan, y sus miradas son vacías, de molde industrial. Qué pretenden estos cristos, algunos que deambulan descuidados por las autovías son atropellados y quedan empotrados en los radiadores, otros resultan mutilados tras el accidente y se van corriendo mancos o cojos sin el brazo cobrizo que queda retorciéndose en la cuneta como un rabo de lagartija. Quien ha intentado capturar un cristo con las manos lo ha lamentado para el resto de sus días, pues los cristos para liberarse no dudan en crujir los dedos del cazador con una fuerza de alicates, con una violencia de cizalla.
Cristos crucificados con grapas en los puños que imitan clavos; libres de la cruz granítica y funeraria, errabundos en manifestación metálica y singular militancia. Regatean entre nuestras piernas como niños de tres años, y si nos rozan con sus hombros fríos de matadero en la pantorrilla se nos pone la piel de gallina. Cristos que han mellado la boca mordedora de los perros; han roto uñas de gatos cazadores. Han cascado las conchas de las playas y algunos se hunden en el légamo de los ríos levantando remolinos negros en la superficie. Cristos ateos, gimnastas, pequeños ironmanes autistas; sagrado autodidactismo de los cristos que no volverán a sus losas de musgo y noviembres.
—A ti también se te ha ido el cristo.
—Pues yo le rezaba mucho.
—Se ve que nunca es bastante.
Ahora miramos con reticencia a los grandes cristos de retablo; los cristos guapos de procesión y policromía. Hay guardias en las iglesias, científicos en los altares vigilando sus vísceras de maderas viejas. Ya hay quien ha visto a uno desclavarse de un brazo a lo Marcelino pan y vino. Así que se legisla para su control, decretos de derecho romano para evitar una superpoblación; miramos a los cristos con ojos de Pilatos y se persiguen los moldes clandestinos que hagan más cristos. El cristo de mis abuelos; allí desde los años setenta, era uno de los medianos que mi madre daba con algodón mágico y una bayeta. Se ha ido y ha olvidado su “inri”. Andará por ahí tocando los timbres de las casas para luego salir corriendo; pisará hormigueros y dejará que las hormigas lo abarroten hasta que se cansen.
Otra madrugada después; la misma chica dormilona que viera el éxodo de los cristos, dijo oír una cacharrería por ahí afuera, se asomó y vio como un tipo se adentraba de una manera sigilosa en el cementerio; tenía aspecto de vagabundo, barbado y melenudo; ella dijo textualmente que “se parecía a Jesucristo”. Tras de sí traía la gran tropa de cristos metálicos que desfilaban como nazis en blanco y negro guiados por aquel flautista de Hamelín sin flauta. A la orden gestual de ese tipo los cristos iban ocupando sus lápidas como oscuras golondrinas sus nidos a colgar. Pero descubrimos de día que estaban desordenados; en cruces de otro muerto; algunos torcidos, como puestos con prisa.
Texto de Garven
Imagen de Pixabay (Raheel Shakeel)
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