Odio dedicar poemas. Me da mala suerte:
poema que dedico, ruptura [peliculera] anunciada.
Sí. Soy un poco supersticiosa, aunque me encantan
los gatos negros y tampoco me santiguo por un salero
derramado o un espejo roto. Pero sí, confieso
que me desagrada escribir poemas para alguien
y más si esa persona me aborda con halagos y tópicos
-“¡Increíble, no sabía que eras poeta, qué curioso!”;
“¿En serio? Pues no lo aparentas”: ya veis, como si serlo
fuera lo más extraordinario del mundo -; y peor
si no es nadie especial, que sabes que imprimirá
huellas borrosas en tu corazón, sí, de esos que aparecen
de repente en tu vida e intuyes que pronto se marcharán;
el asunto se complica si es el clásico romántico o cursi
-parecen estar todos fabricados con el mismo molde
defectuoso-,
amén de sordos, que insisten e insisten para que les
escribas algo,
lo que sea: creen que los poetas somos seres bendecidos
y porque ser retratado en un poema es un [raro] honor
-“¡Mirad la página de este libro, esta poesía me la
dedicó
una gilipollas a la que me tiré hace tiempo!”-.
Y ahora, tú me intentas convencer para que plasme
nuestras miserias [pseudo]amorosas en unas palabras
que, por desgracia, no pasarán a la posteridad
-no soy nadie, creedme: me apoyo en mi propio bastón-,
y como me tienes hasta los mismísimos ovarios,
ofrezco este trofeo de [tramposos] versos
y admito, con malicia, que no los dedico precisamente
/
para complacerte.
Poema de Ana Patricia Moya, Periquilla de los palotes
Imagen de Pixabay
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