viernes, 3 de mayo de 2019

El Cazador De Dioses - Capítulo 7: Recorte de Personal

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Lo que quedaba de la tripulación de la Thaddeus se movilizó, dividida en dos grupos. Tras despedirse del cocinero, la androide y el encargado de limpieza, los pilotos y la técnica de comunicaciones emprendieron su marcha. No tardaron en encontrar el cadáver del agente de seguridad humano. Su arma estaba tirada por ahí, pero sólo tenía una carga que ya había sido disparada, así que no podían usarla. A pesar de que una vez se propasó con ella, Onatopp sentía algo de lástima. De haber sabido que era sobrina de Iván Pietrovich, seguramente Kruger jamás se habría atrevido a tirarle los tejos. Su tío era un alto cargo de la compañía, apodado por sus subordinados como “Ivan el Terrible”. Era un mote que le hacía justicia. Tanto, que en lugar de presumir de su parentesco para ganar respeto a bordo de la Thaddeus, la técnica de comunicaciones hacía todo lo posible por ocultarlo.

A Clark también le afectó ver al grandullón de Kruger abatido de esa forma, pero por motivos distintos. Mientras avanzaban con sigilo hacia el puente de mando, ella intentaba prestar atención a cualquier sonido extraño, sin lograr evitar que la cabeza se le fuera a otra parte. Concretamente, al rincón de casa donde guardaba su pistola gravitacional. No estaba permitida a bordo de la nave, aunque tampoco lo estaba en la academia de pilotos, y eso no le impidió llevársela para esquivar las habituales novatadas de sus compañeros. Fue allí a sacarse el título, no a que le tocaran las narices. Seguramente el arma no les salvaría la vida a todos, pero al menos la habría hecho sentirse mucho más segura. Lo suficiente como para no darle tantas vueltas a un asunto. Quería que, por si acaso, su compañero en la cama y a los mandos de la nave supiera algo.

– Scott – dijo en voz baja –. Sé que no es el momento, pero a estas alturas tú eres un piloto tan válido como yo, así que deja de pensar que eres menos importante. Si me pasara algo, los demás dependerían de ti.

Antes de continuar en silencio, los pilotos se sonrieron mutuamente y se besaron. Al verlo, Onatopp no pudo disimular una expresión de fastidio. Lo cierto es que no era culpa de sus compañeros, y ella lo sabía. Cuando, a petición de su madre, su tío le consiguió el puesto de técnica de comunicaciones, le aseguró que aunque no tuviera el título, si se esmeraba y aprendía de Clark, convirtiéndose en su mano derecha, podía acabar ejerciendo de copiloto, incrementando su salario.

Desde su cómodo despacho en la sede de Nuevo Edén, Pietrovich ignoraba las necesidades de los empleados que trabajaban sobre el terreno, así como sus condiciones. Por eso, desconocía que la nave ya tuviera un copiloto o, si lo sabía, pretendía que su sobrina peleara por arrebatarle el puesto, lo cual era lo más probable. ¿Para qué pagar dos salarios pudiendo unificar ambas funciones en una sola empleada, que además por ser de la familia no emprendería acciones sindicales?

Onatopp, por supuesto, se resistía a usurparle a Lewis el asiento de copiloto, y no sólo por convicciones morales. Desde el primer día todos sus compañeros habían sido amables con ella, y en el puente de mando había un ambiente de trabajo bastante bueno que desaparecería con Lewis. Sobre todo si Clark descubría el asunto de Pietrovich.

Pero por otro lado, a Onatopp le aterraba la idea de recibir otro de los sermones por no esforzarse lo suficiente a los que su madre la tenía acostumbrada, y sabía que eso era exactamente lo que ocurriría si su tío la informaba negativamente de su rendimiento en la Thaddeus. Por eso, ver tan compenetrada a la pareja de pilotos no hacía más que avivar el fuego de su conflicto interno.

– Vamos, tortolitos. Reservaos para cuando estemos en el puuaaaaaah... – «En el puente de mando», eso era lo que Onatopp se disponía a decirles, hasta que algo la interrumpió. Algo punzante. Al menos, así su madre se arrepentiría de haber movido los hilos para que ella acabara allí.

Clark se horrorizó al ver a su compañera ensartada. Generando aquella pequeña distracción había obsequiado al cazador con una nueva presa. Lewis intentó atacar, pero recibió un golpe después de que el cavernícola recuperara su improvisada lanza y se defendiera con ella, aturdiéndolo. Para cuando Clark reaccionó, de forma casi automática la criatura había regresado a la nada de la que salió.

Tras aquello, el pulso siempre firme de la piloto se vio comprometido, haciendo que la mano con la que sostenía el cuchillo temblara de puro terror, mientras vigilaba la puerta por la que había desaparecido el salvaje. Algo agarró su tobillo, sobresaltándola. Era Lewis.

– ¿Se ha ido? – preguntó mientras buscaba sus gafas, que habían salido disparadas.

– Creo que sí, pero se ha cargado a Valeria.

– Lo sé. Hijo de puta... Vámonos antes de que vuelva, ya casi hemos llegado.

Clark ayudó a Lewis a levantarse y reanudaron el camino hacia el puente de mando, donde esperaban sentirse a salvo de más ataques sorpresa.


Novela por entregas de Román Pinazo 
Ilustraciones de Oscar Silvestre


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