En la azotea de un alto edificio, bien situado, permanece a la espera. Es su primer trabajo, ha sido entrenado y tiene una puntería excelente. La causa es de orden mayor, su objetivo, un ser despreciable. Se ha enfrentado a alimañas como esa, aunque en situaciones bien distintas, y en todas ellas, la impotencia ha ganado siempre la partida.
El frío cala su gruesa ropa de asalto. El suelo, helado por capricho del invierno duerme el dolor de las antiguas heridas. Está preparado, le han adiestrado para ello, apretar el gatillo sin miramientos, sin sentimiento de culpa.
La aleación metálica y el tintado del visor le dan al rifle un acabado mate que hace que lo único que brille sea el furor de sus ojos en la noche. Ha estudiado la zona, es segura, nadie puede advertir su presencia. Está listo.
¿Lo está?
Aparta la mirada del visor. Pone el seguro al arma. Cierra los ojos y sacude la cabeza, intenta autoconvencerse y darse aliento para afrontar la realidad.
Gotas de sudor brotan de su frente y sortean las angulosas facciones de su rostro hasta que topan con la espesura de su barba. Está nervioso, lo sabe. Pero también sabe que sería un deshonor negarse a terminar el trabajo.
La noche es oscura, le sirve, le ayuda, sin embargo el temor ensombrece su mente más que la tristeza que ondea a través de la portentosa madrugada. Conoce su objetivo, cada detalle de su vida, cada detalle de cómo debe ser su muerte. Sopesa su arma y la acaricia, pensando irremediablemente en su mujer, sus hijos, el daño que ha hecho su objetivo a gente inocente como ellos.
Vuelve a amartillar el arma, los ojos se encienden de ira. Espera la señal.
El blanco sale del restaurante, solo, da una calada a su puro y se gira, en espera del resto de sus cómplices. Es el momento. La presión se dispara, la tensión crece por segundos.
La diana está inmóvil, la luz de la marquesina otorga una visión perfecta.
El sudor fluye por la piel bajo los negros guantes de cuero.
No hay disparo.
El resto de la camarilla deja el edificio también. La situación se complica.
Y se complica aun más. Sin tiempo siquiera de asimilar la presencia de la cuadrilla, una pequeña se acerca desde el interior del local y se encarama a los brazos del objetivo. Éste la acoge en su pecho, puro en mano, y deja apenas visible la cabeza, sistemáticamente a salvo de la mirilla por los repetidos abrazos y besos de la chiquilla.
El sudor se hace más profuso en su frente, y sobre todo en sus manos temblorosas, no es capaz de apuntar con la precisión que le caracteriza, se está echando atrás. En su cabeza aparece la palabra retirada, secundada por pensamientos obvios de ternura hacia la diminuta criatura.
El pulso le tiembla y comienza a perder el control, hasta que de pronto, una voz familiar le exime, por el momento, de la terrible decisión que debe tomar. Suspira de alivio y atiende la llamada. "¡La cena está lista!", grita su madre desde la cocina. El francotirador, encarnado por un crío de nueve años que blande el mando analógico de una consola de última generación, permanece en pausa con el menú de opciones cubriendo su rostro barbudo y sudoroso.
El objetivo cuenta con una cena de ventaja.
Texto y fotomontaje de A. Moreno
Imágenes extraídas de Pixabay
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