Tengo la manía, quizás absurda, de llegar temprano a todas mis citas. Es un desajuste de mi reloj interno que no acaba de acompasar sus tics y tacs con los relojes del día a día, ya sean el del móvil o el de la pulsera de actividad. Qué se yo, cada vez hay más relojes y menos tiempo para todo.
El caso es que conocí a una chica con la manía, también absurda, de llegar siempre tarde a todas sus citas.
Llegamos a acudir a un psiquiatra temporal juntos aunque al final las sesiones no nos sirvieron de mucho. Nos recomendó dejar de consultar relojes y vivir más a razón de impulsos. Que es fácil decirlo, pero hacerlo...
Yo nunca vi este desajuste como un drama pero siempre me pareció que esta chica se sentía culpable por esos minutos de más o de menos, según se mire, que dejábamos de compartir. ¿Y si era en esos momentos cuando los acontecimientos realmente importantes estaban a punto de surgir, y claro, al pillarnos separados, a mi esperando y a ella por llegar, no sucedían?
Al poco, un miércoles cualquiera, rompimos por diferencias psicotemporales, como no podía ser de otra manera.
Hace poco la encontré con otro hombre de la mano besándose mientras paseaban con los ojos cerrados en un alarde de coordinación amorosa, y entendí que realmente estaban hechos el uno para el otro. No le dije nada, aunque mi intención inicial fue saludarla y pedirle disculpas por mis desajustes horarios propios de la adolescencia. Se fueron calle abajo y yo disimulé mirando el escaparate de una ortopedia con carteles que anunciaban rebajas en prótesis de rodillas.
Al momento comprendí que tal vez fuese ya demasiado tarde para volverme a saludarla. Ella, si me vio, quizás pensó que era aún demasiado pronto para volver a hablarme.
Cosas de miércoles.
Microrrelato de A. Ramírez
Imagen de pixabay
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