Cuando abrí los ojos, una luz intensa me cegó durante unos segundos hasta que pude ver tu silueta. Dibujada por el sol, tu perfecta figura permanecía quieta, de pie junto a la cama. Fue en el momento en que mis ojos se acostumbraron a la mañana, cuando por fin pude ver con claridad tu cuerpo blanco, cubierto sólo con la ropa interior, negra como tus cabellos envueltos en magia. Estabas de espaldas a mí, inmersa en aquel baño de luz, mirando el mundo más allá de las cortinas que evitaban que todo se iluminase por completo, pudiendo estropear así aquel dulce despertar. Yo aún estaba tumbado, mirando embelesado cada fibra de tu dermis, mientras recordaba con serenidad la noche anterior. Y volví a dejarme llevar por las notas de esa armonía que es tu voz y el ronroneo que se eleva hacia mis oídos cada vez que te acurrucas en mi pecho. Y volví a sentir el mismo rubor incendiario que abrasó nuestros cuerpos en la madrugada, furtiva y fría hasta que nos encontramos bajo las sábanas. Recordé cada minuto de aquel baile acompasado, deteniéndome, recreándome en el acalorado aliento que me susurraba tu boca en cada paso. Regresé al estado casi moribundo al que me empujaba cada impulso de oxígeno que perdían mis pulmones al tratar de seguir la melodía. Me alimenté de nuevo de ti y, acorralado por la negrura de tu pelo, saboreé otra vez el rato en el que el tiempo se detuvo en tu interior, y yo con él, mientras buscaba con mi cuerpo tu alma para tocarla.
Dejé de volar entre vivos pensamientos y agradables deseos satisfechos y me incorporé, lentamente, sin hacer ruido, a pesar de que era consciente de que ya sabías que lo estaba haciendo. Pero seguías ahí de pie, esperando a que me acercara, oliendo mis movimientos, expectante de mi próximo gesto, como cuando unas horas antes esperabas a mi mano y su siguiente destino. Esta vez fue más suave y acarició tu piel, erizada por el frío. Y la rozó desde tu hombro y descendió serpeando por tu cintura hasta topar con el elástico de tu oscura lencería. Mi dedo juguetón se introdujo bajo la tela, solo un par de centímetros, y se deslizó hasta tu cadera. Entonces te diste la vuelta, grácilmente, y entrecerraste los ojos, dibujando una tenue y sensual sonrisa que me hizo estremecer. Y dejaste caer toda tu belleza sobre mi envoltura infinitamente más tosca. Y nos fundimos en un beso tierno y travieso, mientras nuestra carne volvía a compartir los latidos de cada una de nuestras venas. Nos rodeó un halo de paz que se antojaba eterna, y las sábanas fueron el hábito de una logia a la que solo pertenecíamos nosotros dos. Ya todo dejó de tener sentido. El tiempo, la luz, el frío. Solo nuestros labios cálidos que hablaban en silencio. Y mientras nuestras pieles se deslizaban la una sobre la otra, tu imagen se fue desenfocando, se fue volviendo gris y más borrosa, hasta que desperté en la realidad y la lejanía. La soledad me había destapado y el frío me hizo despertar y perder para siempre tu tacto, íntimo y verdadero. Me levanté y me resigné a recordarte, de pie, justo en el mismo lugar que ocupaste en mi mente dormida, dejando que aquella misma luz bañase mi cuerpo. Y por un momento sonreí al pensar que, aunque todo fue un sueño, al menos por un instante, nuestras almas se mezclaron entre besos y caricias.
Texto de A. Moreno
Imagen de Pixabay
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