martes, 6 de junio de 2017

Lisbon, de Angra

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El empedrado de las calles me recordaba a un rompecabezas, un puzle de millones de piezas desperdigadas y desordenadas a mis pies. Y cada una de ellas era un recuerdo que me unía a mi antigua vida de alguna forma, en algún momento, en algún lugar de mi atormentada memoria. No tenía muy claro el porqué, pero continué caminando sin rumbo por los estrechos callejones y pasajes de esta hermosa ciudad. Deambulaba solo, cubierto por un halo de melancolía que me impedía formar parte de la magia que emanaba cada rincón, cada una de sus gentes. Un escudo me mantenía ajeno a su misticismo, y al tiempo, de cuyo transcurrir dejé de tener constancia en cuanto me eché a las calles por primera vez.

En mi caminar, lento y resignado, mi mente pensaba sin permiso en los errores del ayer, obcecada en hacerme sentir culpable, empeñada en ocultarme la belleza que se abría a mi alrededor. El olor del mar calmó por unos momentos su ansia por destruirme y pude dejarme guiar por su aroma, y por el incesante canto de las aves marinas. Allí, junto al muelle, la brisa se encargaba de dispersar los malos pensamientos y hacerlos volar, sorteando el aleteo de aquellos pájaros que me enseñaron, sin pretenderlo, el significado de la libertad. Y yo aun no lo había comprendido, pero me habían dado la llave de la primera puerta que debía franquear: la que ocultaba tras su hoja la agradable sensación de no sentirse solo.

El atardecer ya se cernía sobre el paseo, aunque amanecía en mi interior, y dejé que toda esa luz inundase cada resquicio de mi atenazada mente. Entonces me dejé llevar completamente y me sumí en el olvido, y quedé a merced de la ciudad. Le ofrecí el control total de mis recuerdos. Permití que juzgara mi pasado, a sabiendas de que jamás emitiría una sentencia contra mí. Y la cobardía fue enterrándose a sí misma bajo toneladas de piedra y tejados, bajo el traqueteo suave del tranvía y el eco de miles de pasos amables. Y el miedo fue hundiéndose en las azules aguas, prendido a alguna de aquellas anclas que me recordaban que, aunque hay que sumergir el temor en lo más profundo, nunca se debe olvidar del todo su paradero. Me estaba engañando a mí mismo, lo sé, pero quizá fuera mejor así, quizá fuera preferible a engañar a cualquier otro. La majestuosidad de los últimos rayos del sol terminó de convencerme de que tal vez no fuera un error haber escapado de mí mismo, hacia la belleza; de que tal vez lo único que necesitaba era perderme entre esquinas y recodos frecuentados por desconocidos, entre maravillosos edificios y puentes, perfumados con la sal y el paso del tiempo...

Todo es muy extraño y complicado, incluso aquí, donde todo puede volverse en mi contra en algún momento a pesar de que me siento arropado por cada uno de sus muros. Sin embargo, ahora me atrevo a asegurar que mi sitio está aquí y, aunque a veces hay que huir sin mirar atrás, tengo la certeza de que, en un lugar como éste, uno no puede refugiarse con los ojos cerrados.


Texto de A.Moreno
Imagen de Pixabay

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