Desde la antigüedad el ser humano ha construido muñecos, quizás como reproducciones de sí mismo y de lo que le rodea. Indagar en esos orígenes y su significado antropológico sería un interesante viaje, descubriendo iconos, ídolos y figuritas con fines distintos, desde el estímulo lúdico e imaginativo a la forma de expresión artística. Seguramente con la combinación de los muñecos y el deseo de insuflar vida a seres inertes nacieron los primeros títeres.
Desde aquellos orígenes tan primitivos y sugerentes, los títeres han ido mostrando y descubriendo posibilidades expresivas que han fascinado a creadores y espectadores a lo largo de la historia. En sus teatrillos, se han transmitido no solo historias infantiles, también cuestionamientos filosóficos, tradiciones y vanguardias. Don Cristóbal y la señá Rosita, Ubu Rey o el bunraku oriental cuentan también y tan bien como una historieta en títeres de dedo.
A finales de los ochenta, Michael Mechke publicó el libro Una estética para el teatro de títeres, en el que se sumerge y cuestiona fundamentos del mundo de la marioneta. Anticipa que pretende compartir su visión por la necesidad de un idioma y vocabulario común. Por sus páginas diserta sobre la sobre diversas referencias, sobre la construcción de la figura, de la cara, de la mirada. También sobre la técnica y la autenticidad, sobre el movimiento y la semejanza del humano y el títere, incluso siendo este último capaz de describir mundos, pensamientos, sentimientos y acciones que son imposibles de interpretar por las personas.
Envolviendo a la disertación está siempre presente el encuentro del titiritero y el títere. Un encuentro sin prejuicios en que todo puede agitarse y hacerse posible. La apuesta es noble y sencilla, incluso treinta años después mantiene un mensaje claro: volver al origen, renunciar a efectos más y más sensacionales, a las grandes dimensiones y volver a poner en el centro al delicado títere. El centro de un bonito universo que conjuga arte y artesanía.