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domingo, 26 de diciembre de 2021

La familia del anarquista

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Los pintores que han obtenido, por brillante oposición, las plazas de pensionados en la Academia de España en Roma, son conocidos del público por sus cuadros presentados en las exposiciones nacionales: Eduardo Chicharro, Manuel Benedito y Fernando Alvarez Sotomayor 

– La Ilustración Española y Americana. Madrid, 15 de octubre de 1899

Tenía el ejemplar entre sus manos y lo leía meticulosamente. Cómo lo había conseguido tener en su poder, tampoco venía muy a cuento ahora, tan sólo pensaba cuan codiciosa y, tal vez, retorcida, puede llegar a ser la mente del ser humano. Abrió el facsímil y observó su primera ilustración, un tal Chopin, que lejos estaba de ser el gran actor de cine mudo que triunfaba en América. Acarició el papel como si de oro se tratara y luego endureció su mirada, para acto seguido chuparse la punta de su dedo índice y pasar página. La fecha constaba en la cabecera. 15 de octubre de 1899. Eduardo había seguido otros caminos diferentes a su padre, pero el gusto por la pintura lo mantenía intacto. Incluso había probado a pintar, y no había recibido malas críticas. Tal vez su cercanía con aquella forma de Arte, su familiaridad con los pinceles y con la representación plástica, cuyo olor le traía su más lejana infancia, hacía que toda la sensibilidad que poseía se fuera a las letras. Se desparramara por cuartillas en blanco y tomara forma en garabatos gramaticales. Pero ahora, con el deseado documento en las manos, quiso recordar a su recién fallecido padre. Buscó con la mirada y encontró su nombre en la tercera página. Allí estaba Eduardo Chicharro. Sonrió. El nombre de su padre y el suyo propio, tantas veces confundido, y las que él no sabría se confundirían a lo largo de la Historia. Se acomodó en su sillón, suspiró y se sumergió de lleno en aquella pequeña reseña hacia el pintor. Hacia su padre. Mientras leía recordaba sus palabras y su voz, y cómo ganó su beca para Roma. Recordaba lo que le había contado sobre el cuadro que le hizo ganar.

Había escuchado la historia de Tomás Ascheri. De los maltratos que sufrió y de cómo lo detuvieron. Estos detalles lo habían impactado y comenzó a pensar en la familia y en todas esas personas que sufren tras el telón de inocencia. Tras el velo del desconcierto y la angustia. Entonces en su cabeza comenzó a formarse la imagen que estaba buscando. La escena perfecta que requería el tema propuesto. De los tres ganadores, era el único que había omitido la figura del anarquista preso. Su tema se centraba en la familia y el sufrimiento que recorre sus cuerpos cuando el reo acaba de ser llevado a prisión. Recordaba la desgarradora escena que había pintado su padre como si fuera el fotograma congelado de una película. Acaban de llevarse preso al anarquista y entonces todo se queda vacío. Los cuerpos se derrumban y crece el desconsuelo en los seres queridos que sufren y padecen una tortura prefijada. Un destino que no se puede cambiar. Hay veces que, en lo más profundo de tu alma, sabes qué va a ocurrir, aunque te niegas a esperarlo y cierras las puertas de aquello que es inevitable. Tal vez fue eso lo que sintió la mujer del preso, que caía derrotada ante el revés que le ofrecía un destino escrito y marcado a fuego. No escucha nada, pues el silencio embota su mente y carga de angustia su cabeza, aunque hay jaleo a su alrededor. En el mísero cuarto en el que se desarrolla la escena, la luz de un día más gris que claro, entra por un ventanuco como un rayo de esperanza. La esperanza. Ese granito minúsculo que a veces sobrevive en una montaña de arena inexpugnable. Ese único punto insignificante al que agarrarse cuando el mundo se ha desvanecido bajo tus pies. Esa posibilidad escondida entre los garabatos escritos por las Parcas. Nada tiene sentido. Opuesta a esa luz, otra más dubitativa. La luz mortecina de la lámpara. La luz titilante e insegura. La luz del dolor que alumbra su corazón. Ella no está sola, aunque parece que el mundo se ha ido con su marido, al que consideran reo. Dos intentan consolarla, quizás amigos de la familia, o tal vez militantes del mismo ideario que el preso. Aferrándose a la esperanza, o pidiendo a gritos ahogados en el interior de su alma la liberación, una chiquilla arroja su mirada a la claridad del día, mientras otra niña, carente aún de los problemas de los mayores, busca con su mirada una reacción en el rostro abatido de su madre. Ella la acoge con su brazo derecho, mientras que con el izquierdo intenta consolar a una anciana, que se desvanece en un ahogado llanto, taponando su rostro para que no llore más.

Pero ella... ella está sola. Se ha quedado sola, pues hasta su corazón se ha ido con él. Y lo que más le duele, en lo más profundo de sus entrañas, es no poder luchar con ese perro destino que está trazado con marcas de fuego. Y lo que más le duele, es no poder verlo más. Y no poder besarle más. Y no poder abrazarlo más. Y no poder susurrarle al oído que le quiere. Un día. Y otro. Y todos hasta la eternidad. No puede explicárselo. No puede entenderlo. Y mientras, el dolor estrangula hasta sus lágrimas. Es a ella a la que han encerrado. Es a ella a la que están torturando. Porque es su vida la que se han llevado. Es a ella a la que le han quitado la vida sin matarla.

Eduardo recordaba el cuadro de su padre a la perfección. De cómo aquel juego de luces y sombras, se completaba con los vivos colores. Ahí fue cuando más se notó su trabajo con Sorolla. Quizás el rey tuvo muy en cuenta esta obra cuando lo hizo su pintor de corte. Era normal que después no comulgara con aquella ideología anarquista, y que sus pasos políticos fueran por otros derroteros. Aunque tampoco antes la había profesado. Su biografía así lo constataba. Sin embargo, ese cuadro y su victoria en aquella oposición becada a Roma siempre había impactado a su hijo. Si bien es cierto que su padre no volvió a tratar temas políticos en su pintura, éste en concreto sí había causado una profunda huella en el escritor. El Anarquismo era noticia en España, y Eduardo sabía que la intención de la Academia no era otra que erradicarlo con escenas de dolor y tragedia. Tal vez así escarmentarían, creía que pensaban desde el organismo de pintura. Tres años seguidos, desde 1897, con el mismo tema para las becas de pensionados. Grandes pintores ilustres trataron la misma escena, desde Romero de Torres hasta Ramón Casas. ¿Y qué se había conseguido?, todo lo contrario. Al menos así lo pensaba él. Terminó de leer la referencia de su padre y volvió atrás en el documento. En la segunda hoja leyó algo al azar...

El conflicto del día es la solución que ha de darse a la huelga de una minoría de contribuyentes de Barcelona. No aprobamos el hecho, ni nos parece propio llamar resistencia pasiva a una confabulación evidente para trastornar el país con pretextos en apariencia sanos, pero que no se pueden admitir; porque si es potestativo en los contribuyentes pagar o no sus cuotas, según crean o no que se administra bien, no habrá recaudación. Lo que hay en el fondo de todo ello es una condenación del sistema representativo, y desprecio de las Cortes y de todos los poderes. Es la anarquía mansa, precursora de la tumultuosa que asomó la cabeza en Zaragoza y, si Dios no lo remedia, ensangrentará a España antes de mucho 

– La Ilustración Española y Americana. Madrid, 15 de octubre de 1899

Cerró el facsímil y sólo se acordó de ella. De aquella mujer del cuadro. No sabía si la intención de la Academia fue saciada con la pintura de su padre, pero les habría tenido que gustar. Sonrió. Le gustaba que lo confundieran con su padre, pero ahora, en la soledad de su salón, recordándole cuando sabía que se había ido con Caronte, dijo su nombre. Nadie le escuchó. Sus palabras rebotaron en las paredes. Sonó solemne. Melancólico tal vez. Eduardo Chicharro Agüera.

Texto de Ramses Torres
Pintura de Eduardo Chicharro, 1899

sábado, 2 de octubre de 2021

2049

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¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Saltando una y otra vez, sobre la línea del horizonte que domina el ojo que todo lo ve. La vida, en ocasiones, se resume en una partida de ajedrez. La Muerte se sienta al otro lado, como en El Séptimo Sello, como en aquella pirámide, símbolo del poder, símbolo divino, ¿la recuerdas?

Nuestra ciudad es desoladora. Arrecia la lluvia ácida, de forma incesante, sobre aquellas pobres almas atrapadas en una torre de Babel atestada de luz eléctrica –como las ovejas–. Una luz azul. ¿Recuerdas el color del cielo? Tampoco yo. Vivimos en una jodida colmena, huecos horadados en ventanas oscuras y negras, que nos miran con ojos opacos. Avisperos furiosos de androides desilusionados y desencantados. Vivimos en la Metrópolis de Fritz Lang, en el cómic de Moebius. Lo sé porque lo he visto. Lo sé porque lo veo. Lo sé porque yo soy el ojo que vertebra el argumento subyacente. El ojo que atraviesa las fronteras y los límites metafísicos de una realidad resquebrajada, cruda. Una realidad abierta en canal hacia una dimensión espiritual.

¿Te sientes aislado? No te preocupes. Lo estás. Lo sé. Puedo ver tu aislamiento. Puedo ver tu alienamiento. Todos somos como estrellas fugaces. Algunos brillarán el doble, su vida será más intensa, y otros se irán apagando como el neón picado por la fugacidad y la transitoriedad. Todo es efímero. Soy el voyeur de tu vida. Como el público de una película, como el lector de un libro, como el testigo del proceso vital antes del retiro definitivo, como el espectador de un cuadro. La mirada siempre atenta de todos y cada uno de los detalles de una existencia pintada con la realidad más abstracta.

Somos protagonistas de un eterno tableu vivant, movidos por los hilos transparentes de un destino irreconocible, solitarios en un mundo saturado de traficantes de almas. ¿Qué recuerdas? Apenas un grupo de imágenes al azar, mitológicos seres de corazón metálico que se deshacen entre lágrimas; ¿Son ciertos esos recuerdos? La certeza de una vida de plástico, flexible ante los impulsos perdidos de una figura de papel; ¿Fue un sueño? Hologramas oníricos de un guión prefijado, de unas ideas insertadas antes de nacer; ¿Qué fue entonces? Las sensaciones y sentimientos plasmados a brochazos aleatorios, que conforman un laberinto en bucle, sin principio ni final, lleno de emociones que estallan tras un caos perfectamente ordenado. No existe el proceso. Entropía. Como una pintura. Como aquella pintura de Edward Hopper: Nighthawks. Hopper se dio cuenta que había pintado, de manera inconsciente, la soledad de una gran ciudad. Nuestro mundo parece heredero de aquel cuadro realista. El ojo del espectador. El ojo del voyeur. Partiendo de una realidad, crea una abstracción de esa realidad, fundamentalmente a través de la luz, la forma y el color. Como nuestra ciudad. Como nuestro mundo. Los personajes poseen ojos negros, oscuros, como balas que perforan el alma humana. ¿Sabes de qué está hecha el alma humana? Seguro que no. ¿Nunca te has equivocado de unicornio?

Volviendo a la pintura, hay en Nighthawks cierta atmósfera enajenante, pero también opresiva y claustrofóbica. Una tensión agobiante que inunda cada rincón del lienzo. Puedo respirar a través de mis ojos toda la presión urbana de nuestra propia realidad. Nuestro presente. Nuestra ciudad. Te contaré una cosa… es el único cuadro de Hopper que presenta un ventanal curvo y hace visible el cristal, y dentro aparecen, como en una pecera sellada, los personajes. Un recipiente herméticamente cerrado. Como nosotros, atrapados en este planeta viciado por el oxígeno corrupto de humanos y androides, de máquinas perfectamente diseñadas, de corazones podridos de latir. Esos personajes destilan la vida a través de una luz fría y descarnada. Rostros inexpresivos que transmiten sensaciones universales que recorren el tiempo de forma inmortal. Atemporal. Hopper era el más abstracto de los pintores figurativos. Desmembraba la realidad en un compendio de emociones que se podían intercambiar. Retales de figuras que se iban cosiendo con pinceladas deshilachadas. Vidas pintadas para ser observadas eternamente. Esas imágenes no se perderán como aquellas lágrimas en la lluvia.

Aquella noche el agua caía con la misma violencia con la que el amor te sacude y cala hasta el centro del alma. El rostro de Roy centelleaba con el brillo de los relámpagos, que iluminaban la escena. El blade runner había fracasado. Te agarrabas con fuerza sin querer caer al vacío, aferrándote a la vida, como el mismo Roy quiso hacer ante su creador. En ese momento lo entendió todo y supo que era la hora de morir, que no había vuelta atrás, solo entonces comprendió lo que era la vida, lo bello que había sido existir y contemplar todas aquellas maravillas que la memoria se encargaría de borrar, de eliminar, de retirar del imaginario de las generaciones posteriores. Ni siquiera tenía la esperanza de poder prolongar su intenso brillo más allá de aquella lluvia que te empapaba las manos. Te ibas resbalando. Ibas a caer. Ibas a morir. Sentiste miedo. Y entonces Roy te agarró. Sé que lo recuerdas.

Lo que te dijo en ese momento sigue resonando en tu cabeza. Se acabaron los unicornios. La imagen que se repite una y otra vez en tu memoria es la proyección de aquella palabra en tu mente. Se reproduce continuamente de principio a fin. Es lo que se grabó a fuego en tu inconsciente, lo que penetró en tu instinto seccionando los bordes del discernimiento, creando una cicatriz que te recuerda que aquello fue real. Es la evocación más real que tienes. La certeza más aterradora que inunda tus sueños –los ficticios y los reales– de un velo negro de angustia y opresión emocional. Un miedo frío. Aquella palabra está adherida en tu cabeza y empapa tu subconsciente con la sudoración del raciocinio más perturbado, como las gotas de lluvia mojaban la viga de la que resbalaste. No puedes expulsarla. No puedes olvidarla. No puedes borrarla. Treinta años después la palabra en la que más has pensado es la que salió de los labios mojados de Roy cuando te salvó de tu última caída, la misma que no se produjo. Repítela. Repítela en voz alta Deckard.

Kinship!

Te observo desde la distancia. Irán a buscarte. Te veré pronto.

Gaff.



Texto de Ramsés Torres
Imagen de cabecera de Edward Hopper

jueves, 16 de septiembre de 2021

El atardecer de Vincent

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Brillaban sus ojos al resplandor de los recuerdos. Estaba viendo aquel libro y entonces apareció ese cuadro primerizo en el prólogo del que sería un gran pintor. Acarició delicadamente la fotografía como si pudiera atravesar con sus dedos el papel y sumergirse en la atmósfera que insinuaba la obra. Su rostro dibujó una sonrisa profundamente melancólica y cargada de sentimientos. Era como si la tristeza, por un segundo, hubiera aprendido a reír, a esbozar alegría sin serlo. Sólo era una ilusión y él lo sabía. A veces, se acordaba de lo difícil que eran algunas cosas, y entonces parecía escuchar su voz... dicen que la vida es así. Y otras, se dejaba atrapar por don Pedro, y cómo sugería que la vida no era otra cosa sino sueño.

¿Qué es la vida? Un frenesí,
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Observó el cuadro con detenimiento y su corazón comenzó a latir con una fuerza inusitada. Desboque de sentimientos encontrados en el rincón de la memoria. Pudo sentir que le envolvía aquel atardecer verdoso de tonos pardos y emborronado por las lágrimas de la realidad. El gran Vincent ya demostraba su tremenda facilidad para la pintura, aunque aún no había estallado en su interior el ramillete de pinceladas vivas y chorros de luz que el Impresionismo se encargaría de espolear, para acabar cometiendo con su obra, un toque de originalidad inusitado y único en la Historia del Arte. Había saltado al cuadro y se encontraba en aquella pequeña región de Nuenen que acogiera un tiempo al pintor. Contempló el esquema organizado y trazado de aquella zanja central nevada, que seguía su curso hasta la línea final del prado, otorgando una senda de luz, apenas sugerida, y dividiendo hasta el límite del cielo en dos el paisaje. Árboles y zanja verticalmente y el horizonte como frontera horizontal. La lejanía marcaba el final del día entre tonalidades verdosas, oscuras y terrosas. Sólo una línea de luz marcaba la diferencia de atmósfera de toda la obra. El sol moribundo y sus últimas palpitaciones de color anaranjado. Van Gogh estaba palpando el Impresionismo sin necesidad de acudir a París, pues su genialidad se lo ofrecía en bandeja.

Una lágrima furtiva, desoyendo la fuerza de la razón, descendió rápidamente por su rostro e impactó en el libro quebrándose en mil pedazos. Contempló la lámina que ofrecía el libro detenidamente, una vez más. Vincent Van Gogh – Paisaje al atardecer. Suspiró en un quejido contenido y sus ojos, vidriosos y febriles, dejaron de mirar para ver en su interior. La tira de imágenes aparecía como una proyección de diapositivas ante su mirada velada. Un atardecer con la sombra del gran Vincent bajo su subconsciente y el frescor del final del día acariciando su rostro. Sintió de nuevo las cosquillas en la boca del estómago y aquel momento congelado en un instante del pasado. Los muslos fríos al contacto de la piedra antigua y los detalles de una historia corriendo ante sus ojos como la función de un teatro clásico. Todo desplegado bajo sus pies en el final de un risco. Y al fondo del pasillo de lo ilimitado, un desfile de luces cambiantes y un disco anaranjado que desciende lentamente. Todo es tan bello. Hay tanta belleza alrededor. Y por encima de toda aquella hermosura, estaba ella.

Nada tenía sentido sin ella. La respuesta a todas las preguntas. La dosis necesaria para seguir con vida. La mayor luz de aquel atardecer. Recordaba su perfume. Su olor. El tacto de su piel bajo sus manos. La fuerza con la que sus dedos se entrelazaban en una alianza de amor incondicional. Sonrió mientras una nueva lágrima le besaba el rostro. Recordaba cómo la había abrazado, delicadamente, sintiéndola entre sus brazos. Cómo le había apartado el pelo suavemente para verla mejor. ¡Estaba tan guapa! Recordaba su sonrisa y su mirada... la misma sonrisa que le hacía temblar y esa mirada que lo atrapaba. Algo genial y especial. Y ahora, sólo y en silencio, sentado en su viejo sillón, observaba aquel cuadro en el que atardecía en Nuenen. El sol se ponía sin remedio, como aquella tarde. Como aquel día que jamás quiso se acabase. No podía parar el tiempo, y tampoco pudo ese día. El sol acabó clavándose en las entrañas de la tierra. Lentamente. El ocaso de una bellísima tarde que agonizaba mortecina entre luces malvas y anaranjadas. Con una parsimonia cargada de hermosura y nostalgia en un mismo golpe. El fin del mundo atrapado en el límite de un risco de piedra clásica. La impotencia de saber que se acaba el día y que no puedes hacer nada porque finalmente el astro rey se oculte tras el horizonte. No puedes pararlo. No puedes frenar el curso del tiempo. Su vista se convirtió en un velo húmedo y la garganta se cerró rápidamente con un mordisco letal. Ese atardecer sólo era un recuerdo y ahora ella no estaba junto a él para abrazarla, acariciarla y besarla. Y le faltaba el aire. La echaba tanto de menos... ¿Dónde estás?, se preguntó mientras su alma se escapaba por los resquicios de su corazón.

Las palabras de Van Gogh en una de las cartas a su hermano Theo resonaban en su cabeza una y otra vez, “una de las cosas más bellas ha sido pintar la oscuridad, que es también color”. Sin darse cuenta, había pasado todas las páginas del libro, y ahora sostenía la cubierta. Las páginas habían pasado sin ser leídas. Sin ser vistas. Habían pasado sin sentido, como el tiempo transcurrido desde la última vez que la vio...

Texto de Ramsés Torres
Imagen: Paisaje al anochecer. Vincent Van Gogh, 1885

sábado, 17 de abril de 2021

El golpe maestro

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En 1974 el disco 461 Ocean Boulevard de Eric Clapton salía al mercado y pasaba desapercibido, a pesar de contar con la producción de Tom Dowd (durante los años ’50 y ’60 el mejor ingeniero de sonido de Atlantic), y un material espectacular, pero infravalorado. También fue el año en que Roxy Music sacó un disco en cuya portada aparecía una fotografía con dos fans del grupo que conoció Bryan Ferry en Portugal. Constanze Karoli y Eveline Grunwald se cruzaron en su vida cuando escribía las letras para Country Life. Parece ser que fueron una gran fuente de inspiración. En todos los sentidos. En 1974 fue también cuando Supertramp lanzó Crime Of The Century, disco que aparecía para mantener su contrato de grabación con A&M, pero que se convirtió en una obra maestra, siendo uno de los mejores trabajos de la banda. Año en que Neil Young se ponía melancólico junto al mar y sacaba On The Beach, y Bob Marley se presentaba al mundo con sus Wailers y el disco Natty Dread. En ese mismo año de 1974, Peter Grant, el manager de los Led Zeppelin, produce el LP Bad Company, del grupo homónimo. Bad Company estaba formado por Boz Burrell, antiguo bajista de King Crimson (décimo sexto hombre que hizo una audición para este puesto), Mick Ralphs, el que fuera guitarrista de Mott The Hoople; y Simon Kirke y Paul Rodgers, batería y voz procedentes del grupo Free. Y fue en 1974 cuando la misma banda que había sido telonera de los Mott The Hoople de Mike Ralphs sacó dos discos. La misma con la que un veterano Paul Rodgers se relacionaría en 2004.
Vengan hacia estas arenas 
amarillas y tómense de las manos 
después de los saludos y los besos 
a las salvajes ondas, 
y bailen alegremente aquí y allá 
 

Acto I de La Tempestad de William Shakespeare, que sirvió de inspiración a Richard Dadd, como muchos de sus textos, para crear la pintura “La canción de Ariel”. Pero iba a ser otra canción la que iba a tener relación con su vida, mucho después de morir, sin ni siquiera saberlo. Dadd nació en agosto de 1817 en Chatham, (Kent), hijo de un distinguido químico que años más tarde se instaló en Londres. En esta ciudad realizó sus estudios de arte y destacó por obras pictóricas cargadas de fantasías, como la anteriormente citada o “Puck y Titania durmiendo”, inspirada en Sueño de una noche de verano, o “Vengan hacia estas arenas amarillas”, una cabalgata de danzantes feéricos en una playa a la luz de la luna que fue la sensación de la exposición anual de la Royal Academy en 1842, cuando tenía 25 años. Fue en ese momento cuando el antiguo alcalde de Newport, su amigo sir Thomas Philips, decidió partir con él en un viaje iniciático como hacían los románticos. Sería una buena oportunidad para conocer otros perfiles, otras tierras, otras culturas; el mundo, al fin y al cabo, con la intención de ampliar sus conocimientos y perspectivas, de desarrollar su técnica y temática. Un descubrimiento. En ese viaje recorrió Italia, Grecia, Turquía y Egipto, y sirvió como evolución para sus dibujos, realizando numerosos esbozos, como los de la Salute de Venecia, los olivos de Atenas, camellos turcos o paisajes de los diferentes puntos recorridos, con un gusto acentuado por oleos de tinte oriental, que comenzaban a destacar en el panorama artístico. Antes de concluir ese año de 1842, Richard Dadd sufrió una colosal insolación en Egipto. Dicen que la pálida dama le visitó. Que el barquero lo esperó al borde de la orilla. Que Osiris invadió su cuerpo… pero sobrevivió.

El 8 de marzo de 1974, Queen saca al mercado el disco Queen II, que poseía una mayor libertad creativa, marcaba diferencias y comenzaba a definir un estilo propio y personal. Su finalización coincidió con la crisis del petróleo de 1973, por lo que se retrasó su lanzamiento debido a las medidas de ahorro de energía que se llevaron a cabo durante meses, ya que la industria del plástico depende en gran parte de derivados del petróleo. El primer disco se grabó en las dependencias de Trident Studio bajo unas condiciones deplorables. Grababan cuando estaba vacío, en las horas muertas, en el momento en que nadie lo usaba, lo que suponía trabajar de noche y de madrugada. Sin embargo los resultados fueron espectaculares, y para este segundo LP, también realizado en los mismos estudios en agosto de 1973, se emplearon “todas las técnicas musicales y de producción concebibles”, como declaró posteriormente el productor Roy Thomas Baker. Además significó el inicio de la colaboración con el ingeniero de sonido Mike Stone y el primer disco de la banda que triunfó en Inglaterra. El fotógrafo Mick Rock había trabajado con David Bowie, Lou Reed e Iggy Pop y sus resultados habían gustado al grupo. Se reunieron con él para la portada del disco y así cuidar todos los detalles. Buscando inspiración, Rock se encontró con Marlene Dietrich, que poseía para el set de la película Shanghai Express (Josef von Sternberg, 1932) una fotografía con una fuerte iluminación cenital, en la que la actriz tiene los brazos cruzados y las manos abiertas con los dedos extendidos y separados.

El resto de la historia termina en la fotografía que presenta el disco y que posteriormente usarían para otras canciones, como el videoclip de Bohemian Rhapsody o I Want To Break Free. Dividido en dos partes diferenciadas como ‘White Side’ y ‘Black Side’, el trabajo separa los temas creados por Freddie Mercury y Brian May y Roger Taylor, pues John Deacon aún no componía. El disco comienza en el lado blanco con las canciones Procession, Father To Son, White Queen (As It Began), Some Day One Day, todas escritas por May, y The Loser In The End, de Taylor.

El lado negro es solo de Mercury y posee los temas Ogre Battle, The Fairy Feller’s Master-Stroke, Nevermore, The March Of The Black Queen, Funny How Love Is y Seven Seas Of Rhye. Roger Taylor declaró años después que en este disco se sintieron libres, que experimentaron y que tuvieron mayores posibilidades de crear lo que ellos querían, aún exentos de presiones discográficas. Su canción, cargada de dulce rebeldía juvenil, cierra de forma lírica y dura a la vez, el lado blanco, llegando a ser más una transición que se intensifica con su voz endurecida. Entramos en el lado oscuro progresivamente, y nos encontramos de bruces con Ogre Battle, de una estructura musical realmente compleja, con potentes y fuertes riffs de Brian May y un impresionante trabajo de múltiples efectos sonoros, todo aderezado con el aporte melódico otorgado por el gran Freddie Mercury. Tras la batalla del ogro nos encontramos de frente con el golpe maestro del duende leñador. 

Richard Dadd volvió a Londres en 1843, pero Egipto asesinó su cordura. Dicen que fueron lesiones corticales o tal vez que el delicado estado que lo mantuvo al borde de la muerte hizo que apareciera un brote esquizofrénico. A veces dicen que fueron ambas; una, consecuencia de la otra. Sin embargo, el artista tenía otro punto de vista de lo ocurrido. Aseguraba que había sido poseído por Osiris, el dios egipcio de la resurrección, el cual había decidido convertirle en su mensajero y emisario con la expresa tarea de luchar contra lo diabólico del mundo. Entre sus objetivos estaba la erradicación del mal, encarnado en las figuras del que había sido su compañero de viaje, sir Thomas Philips, el emperador de Austria, el Papa de Roma, algunos de sus amigos o su propio padre, Robert Dadd, quién se negaba a reconocer la locura de su vástago, cada vez más desarrollada y manifestada en esa enfermiza obsesión por la extirpación de lo maligno. Consideraba que su hijo debía descansar y que con el simple y mero reposo se repondría, a pesar de las recomendaciones del doctor Alexander Sutherland de internarlo en un manicomio, pues tras examinarlo dictaminó que Richard ya no era responsable de sus actos, un alienado sin conciencia de situación con ideas delirantes. Con el pretexto de que una estancia en su tierra natal le repondría, Richard citó a su padre en Cobham y allí se reunieron para cenar en Ship Inn. Después salieron a dar un paseo. Osiris no dejaba de insistir con sus órdenes impiadosas. Hay que salvar a la humanidad de lo diabólico. A la mañana siguiente, los restos del padre fueron encontrados en una zanja. Richard le partió la cabeza a su progenitor con un golpe de hacha, para después cortarle la garganta de un tajo con una navaja de afeitar y clavarle posteriormente un cuchillo en el pecho. Luego lo descuartizó, como hicieron con Osiris, de acuerdo con la mitología egipcia. Fue arrestado cerca de Fointainebleau, tras haber agredido a un desconocido en un vagón de tren. “Maté a quien yo siempre consideré un pariente, pero según la secreta advertencia que se me hizo, iba a convertirse en el artífice de la ruina de mi raza”. 

The Fairy Feller’s Master Stroke es la siguiente canción que sigue a Ogre Battle. Es un tema musicalmente barroco, pasando por multitud de matices, cuyos coros y melodías nos retrotraen a los entornos festivos medievales, folklóricos y alegres. Los coros y voces dobladas se alternan y comparten fragmentos, sostenidas por unas bases de clavecín. El ritmo genera unos círculos concéntricos de notas que atrapan el sonido en espiral. Girando en un eterno círculo sin fin. Cerrándose sobre el oído. Mercury logra transmitir una atmósfera claustrofóbica. Analizando la letra encontramos palabras del inglés antiguo, como “tatterdemalion”, “quaere”, o referencias a Oberon y Titania, personajes de la comedia de Shakespeare, Sueño de una noche de verano. Por supuesto aparece el duende leñador que está a punto de asestar el golpe maestro, rodeado de personajes reunidos para observar el momento congelado en el tiempo. Ese instante que nunca llega a producirse. Hay un labrador carretero y un político con pipa senatorial que es un fenomenal perdedor de tiempo. Justo lo que nunca ocurre. Lo que nunca pasa. 

El tiempo está ausente. El tiempo espera. Hay un pedagogo frunciendo el ceño y un sátiro que mira bajo los vestidos de una dama. Él es un pervertido y ella también. En la misma letra están el harapiento y el basurero, un ladrón y una libélula trompetera. El duende le hace cosquillas a la fantasía de su amiga, la ninfa en amarillo. Soldado, marinero, latonero, sastre, labrador… todos esperan el momento exacto en que el leñador mágico, ese duende, aseste el golpe final. El golpe maestro. También están Oberon y Titania observados por una bruja, y la reina Mab y un buen boticario. El mozo de cuadra está expectante, clava su mirada en el golpe. En el momento previo. Mientras apoya sus manos en las rodillas. ¡Vamos señor leñador!, ¡vamos duende! Rómpelo. Ábrelo, si te apetece. 

En un escenario de abigarramiento obsesivo, pintado al microscopio, sin huecos ni alivio, el anónimo leñador se dispone eternamente a descargar su hachazo definitivo sobre una gigantesca castaña. Diversos personajes de fábula, elegantemente hechizados o grotescos, margaritas atentas, juncos, frutos caídos, observan con aliento suspenso la ejecución de lo inminente. Quizá esperen ser rescatados por ese sacrificio a la vez implacable e incruento, duplicación misteriosa de aquel otro, sanguinario, que los esclavizó en el jardín alucinante. Es la vivencia desgarradora del tiempo en la acción lo que está allí pintado, como bien resume Octavio Paz en su comentario de la obra: ‘La espera es eterna: anula el tiempo; la espera es instantánea, está al acecho de lo inminente, de aquello que va a ocurrir de un momento a otro: acelera el tiempo’. Eterno retorno de lo mismo tan raudo que ni siquiera llega a ocurrir la primera vez, y así consigue su particular infinitud, juntamente opresiva y fascinadora”. 

Con estas palabras describía el filósofo Fernando Savater la pintura que Richard Dadd dejó inacabada en julio de 1864, al ser trasladado del psiquiátrico Bethlem Hospital al primer manicomio para criminales de Inglaterra, Broadmoor. La obra fue pintada entre seis y nueve años para H.G. Haydon, uno de sus enfermeros, y mide 54 por 39,4 centímetros. Se titula The Fairy Feller’s Master-Stroke. Repleta de figuras de fantasía, de personajes mitológicos y sorprendentes, la pintura es una minuciosa y detallada descripción del mundo interior de Richard Dadd. Las ramas en un primer plano, emergen del lado inferior 47 izquierdo, ascendiendo hacia el leñador y su hacha. Justo en ese punto la mirada gira en espiral y queda atrapada por la maraña onírica y abigarrada de un contenido de horror vacui. El círculo en el que empieza y acaba y vuelve a empezar y a terminar para comenzar de nuevo. La eternidad en el momento exacto en que se va a asestar el golpe. Una y otra vez. Una cadencia rítmica. Un vaivén de locura. Agobiante y extremo. Asfixiante. Sin centro. No existe un eje o foco central. No hay un punto de fuga. Todo es concéntrico. Todo se expulsa a los arrabales pictóricos. Al fuera de campo. La consonancia que reverbera en los brazos de la hélice de este sueño alucinógeno. Un compás que se acelera generando una atmósfera opresiva. Casi podemos escuchar las notas que compuso Freddie. Podemos tocar el delirio extremadamente meticuloso de Dadd. Su psicosis. La combinación de ambas manifestaciones artísticas. No vemos el rostro del leñador. No podemos contemplar las facciones de aquel poseído por Osiris. Sin embargo, sentado en primera fila, muy cerca de la ausencia del centro y junto al fruto que va a ser cercenado, un pequeño duende de piel gris, brillante calva e inmaculada barba observa, con ojos desorbitados, el rostro que no vemos. La cara del leñador que se nos oculta al espectador. Dicen que es Richard Dadd. Quizás su propio reflejo. Y frente a la galería de expresiones y rostros expectantes del cuadro, el de este pequeño duende rezuma miedo. Destila pánico y pavor. Como si su verdadero yo permaneciera sentado, horrorizado ante el crimen que se va a cometer. Impotente. Inmóvil. El único que no está en movimiento. Los restos de cordura representados en ese pequeño hombrecillo, viejo y asustado, que mira la cara del asesino al que es incapaz de detener. 

Me inspiré a fondo por una pintura de Richard Dadd que se encuentra en la Tate Gallery. Entonces pensé escribir algo, realicé una investigación sobre ella y todo eso sirvió de inspiración para escribir esta canción bajo mi punto de vista, bajo mi propia mirada sobre la pintura que tenía ante mis ojos. Quizás sólo está hecha bajo una visión básica, de alguien que la miró como un collage y como me gusta la pintura, pensé que sería interesante escribir sobre esto”, decía Freddie Mercury en 1977 sobre el cuadro y la canción homónimas, The Fairy Feller’s Master-Stroke. 


Dejó que la visión que había representado Dadd de su propia paranoia, se sumergiera en su subconsciente. Se dejó atrapar por sus detalles y personajes. Por la ambientación y atmósfera.  

La inspiración fluyó y la transmisión de creatividad se convirtió en canalización artística. El tráfico de fantasía dio como resultado la letra y música de la canción que se aloja en el lado negro del disco Queen II. Cuando la idea cristalizó y estuvo terminada, se la enseñó a sus compañeros de banda en el estudio, donde previamente había pedido al productor Roy Thomas Baker que le tuviera listo un clavicordio y un piano y que le acompañara con unas castañuelas. Cuando se sentó, el derroche artístico de Richard Dadd y Freddie Mercury se unieron en una sinfonía pictórica que sonaba con un ritmo imparable, medieval y contemporáneo. Convenció a May, Taylor y Deacon para que fueran juntos a la Tate Gallery y pudieran ver la obra en el mismo lugar donde, actualmente, sigue expuesta. En 2003 Brian May diría que la canción es “una pieza sorprendente; aún me acuerdo de ese día. Yo estaba por ahí en el estudio, y miraba atentamente a Freddie que disfrutaba en el piano tocando esta canción, que tenía un estilo algo maniático y a la vez tan frágil en su melodía”; Roger Taylor la describe como “el experimento más grande para un equipo musical”, haciendo referencia al uso de varios instrumentos en su grabación y raras técnicas de producción, así como los arreglos tan arduos que se llevaron a cabo, incluyendo la parte vocal, donde cada coro y doblaje de voz fue delineado de una manera específica para que encajaran a la perfección con los ritmos musicales de cada instrumento. 

Richard Dadd murió el 8 de enero de 1886, después de haber pasado 42 años encerrado en varios centros psiquiátricos. The Fairy Feller’s Master-Stroke nunca fue tocada en directo, pero el cuadro ocupaba la contraportada del single y fue incluido dentro del LP Queen II que vio la luz ese 8 de marzo de 1974. En ese mismo año Tangerine Dream practicaban ‘sonido ambiental’ antes de Brian Eno con su disco Phaedra; Richard y Linda Thompson querían ver las brillantes luces de la noche; Gil Scott-Heron y Brian Jackson sacaban Winter in America; y Queen volvía a lanzar un nuevo disco al mercado: Sheer Heart Attack, de nuevo producido por Roy Thomas Baker y con una nueva fotografía de portada de Mick Rock, sobre la que Freddie Mercury declaró a la revista New Musical Express, “Dios, la agonía que tuvimos que pasar para ver las fotos realizadas, querido”. Fue la irrupción del grupo a ambos del Atlántico… pero esta es otra historia. 

Texto de Ramsés Torres
Imágenes de la interné





viernes, 13 de marzo de 2020

Magdalena

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Sentada, esperaba. Dejaba caer los minutos por su piel, húmeda de expectación. Rodaba el tiempo en círculos plegados sobre sí mismos. Cíclicos. Periplos esculpidos en la eternidad de un bucle que, efímero para unos, se multiplica para otros. La repetición en serie de una soledad alienada. Aislada. En algún lugar de aquella noche fría, helada como la navaja de la pálida dama de la muerte, sonaba una armónica. Muy lejos. Una armónica… desafiando el silencio. Mientras, ella esperaba. Oscuridad casi absoluta. Ni siquiera la luna se atrevía a sonreírle más allá del velo negro de Nyx, la descendiente del Caos. Bajo el manto de aquella diosa griega, podía ser lo que quisiera. Podía transformarse en el súcubo más atractivo y persuasivo, el mejor corderito con la piel de lobo, la más delicada flor que pudiera tallar la primavera, la brisa fresca que reconforta en un día de verano, el veneno que te trae los sueños más dulces. Nunca había esperado de esa forma. Volvió a asomarse por la ventana y a buscar con la mirada. La armónica había desaparecido. Silencio. El sol yacía muerto al otro lado del mundo, donde ahora mismo corría el tiempo de los despiertos. El tiempo de los vivos.Rosie esperaba. Los minutos acariciaban la ansiedad y se adherían al sudor de su frente, al sudor de su sien. Deseaba con toda su alma verlo aparecer en el horizonte de alquitrán. Adivinar su figura recortada en la lóbrega y sombría farola que se divisaba al final de la calle que, como en “El imperio de las luces de Magritte”, extendía su falda marchita sobre la acera. Ansiaba llenarlo con su mirada, escudriñarlo con sus ojos, interrogarle con cada resquicio de sus pupilas. Chillarle un vistazo. Anhelaba acariciarle con un golpe de vista. Contemplarlo de forma lasciva, lujuriosa y ardiente. Suspiraba por tenerlo frente a ella y ejecutar una visión que despejara toda aquella noche. Toda aquella oscuridad. Ambicionaba la luz. Quería repudiar la penumbra.

Aquel rumor... aquel rumor la tenía aterrorizada. Le taladraba la mente una y otra vez. Persistente. Como el martillo percutor literario de un escritor reiterativo. La anadiplosis de la concatenación epifora. O la daga afilada de un soldado barroco que penetra, deslizándose, a través de las costillas indefensas, encontrando la muerte dormida en su interior. Ataque certero. Sangre coagulada. La mente libera el veneno que intoxica la razón. La nubla. La aclara. Locura imperecedera y permanente. No podía pensar en otra cosa. “Hay alguien en mi mente, pero no soy yo”. Nunca lo había visto tan claro. Tan definido. Tan nítido como entonces. Tan jodidamente transparente como en aquel negro fundido y opaco. Y de pronto aparecieron los dos faros. Su coche se acercaba. A Rosie le dio un vuelco el estómago. No pudo decir lo mismo de su alma, tan ausente como el sol, tan escondida como la cara oculta de la luna. Sintió un hormigueo en sus manos y aquel humo asfixiante dentro de su corazón que no la dejaba respirar. Codiciaba la luz, pero halló las tinieblas.

Salió al jardín en el momento en que el vehículo aparcaba junto a su puerta. Allí estaba su hombre. A la sombra de la oscuridad, parecía que llevaba puesto el traje de chaqueta de la muerte y su figura se confundía con la de un cadáver en el cadalso. Y entonces él la vio. La miró a los ojos y quedó paralizado. Ella le devolvió la mirada, gélida como aquella noche oscura, y supurándole el corazón, levantó la escopeta y le hizo una endoscopia de plomo. Rosie lo tenía todo planeado.

Me lo había contado todo como una autómata. Como un androide que tiene programado un guion previamente escrito, diseñado para actuar según las circunstancias y la situación. Me lo había contado con su mirada gélida, sin ningún atisbo de emoción. Sin ningún sentimiento. Lo más cálido que rezumó de sus labios fue el humo del cigarro que estaba fumando. Tampoco encontré un mínimo ápice de arrepentimiento en su tono, en sus palabras, en su declaración, como si de una rueda de prensa proyectada y dispuesta se tratara. Parecía que ella no había hecho nada, simplemente se encontraba allí, siendo testigo de lo ocurrido. Pensé que, tal vez, fue así. Que en ningún momento sabía lo que estaba haciendo. Que en realidad lo hizo otra mujer. Una del pasado. O de un presente prostituido, que no le pertenecía y de la que no era dueña. Por el contrario, sí supe que, a pesar del tono, de cómo me lo había contado, de la helada declaración que había desparramado por toda la habitación de forma automática y ausente, Rosie lo tenía todo planeado. Precisamente por eso, cuando todo acabo, todo dejó de estar planeado, y el resto se convirtió en una improvisación. ¿O quizás no había ocurrido nada y se lo había inventado?

Minutos antes reverberábamos a chorros de pasión por la habitación. Oleadas cárnicas de un vaivén de espasmos melódicos y rítmicos, se concentraban en el punto exacto en que convergían las líneas erógenas de nuestras vidas. Se habían encontrado nuestros mundos y estallaban en aquella pensión de carretera de mala muerte, pero paraíso mitológico de la Venus más interestelar. Convexo y cóncavo, el destino flexionaba nuestros deseos más ocultos. No había miedo. Ni terror. Solo transacción y contrabando de sexo, altruista, recíproco y retroalimentado. Ni luces de colores, ni psicosis de taxidermista con complejo de Edipo. Minutos antes nos quemábamos con la lava interna de nuestros infiernos en el séptimo cielo. No existía nada más. No había pasado ni futuro, solo presente intenso y placentero. Pero ya no era antes sino luego. Ella se había levantado, aún desnuda y húmeda. Sudando hedonismo. Y quise pensar que también satisfacción. Se había sentado en la silla, encendido un cigarrillo, colgado su mirada en la pared ocre frente a ella y descorrido la celosía invisible e imaginada de un confesionario. Luego vomitó sus pecados como yo las tablas de multiplicar ante la amenaza de perder la merienda. Y la infancia.

Se levantó y buscó su reflejo en el único espejo de la habitación. Yo estaba asediándome a preguntas y sucumbiendo a un mar de angustia. Me sentí incómodo y asfixiado. Inquieto y violento. Miré su espalda, cubierta parcialmente por su pelo rojizo, los hombros casi perfectos y los brazos. No podía verle la cara desde mi posición, pero a pesar del poco tiempo, podía haberla pintado con la precisión de Antonio López y la turbación de Eduardo Naranjo. Yo seguía acostado en la cama. En silencio. Vestido solo con un esmoquin de dudas. Fue en ese momento cuando se volvió, uniendo sus manos y una mirada particular. Con nostalgia. Melancolía. Tal vez, dolor. Ante mis ojos apareció una mujer completamente diferente. Me di cuenta que la estaba mirando por primer vez, que antes lo único que había hecho era perderme entre sus encantos guerreros, como la Red Sonja que sedujo y atrajo al bárbaro creado por Robert Howard. En su mirada seductora y sus labios rojos, dibujados el mismo día que los de Jessica Rabbit. Nada de eso aparecía ante mis ojos ahora. No existía rojo alguno, ni el de su pelo, ni el de sus labios. Ni siquiera el rojo pasión, el rojo de lo prohibido. La advertencia. Todo eran bucles dorados. Dorado. Color miel. No era la misma mujer que había tirado los muros de mi cordura, mostrándose como el paraíso inaccesible a los deseos carnales más profundos. En ese instante de suspensión, prendida en el tiempo como las imágenes congeladas de una fotografía, era más humana que nunca. Como la Magdalena que Donatello hiciera para el Baptisterio de Florencia hacia el 1455.

De la misma forma que la obra del genio renacentista, unía sus manos en actitud orante, como pidiendo perdón. Vestida con todos los pecados que había sufrido, creado y gozado a lo largo de su vida. Harapos de una conciencia deshilachada. Cavidades que albergan todos y cada uno de los miedos que ha visto, contemplado, sufrido y transmitido. Opacos. Plegados. Su mirada destilaba cansancio y agotamiento, pero también la melancolía de una vida consumida antes de tiempo. La nostalgia de una niña cercenada, arrojada de la infancia con la misma violencia con la que despertamos de un sueño y retornamos a una pesadilla que se repite. Una pesadilla real. Era una Magdalena diferente. No era la pecadora adúltera, liberada de los demonios por Jesús. No había libertad en ese punto exacto en que los minutos me estaban permitiendo deslizarme entre los pliegues del tiempo y contemplar la verdad. Estaba atrapado. No. No aún no lo estaba. Estaba en el gerundio mismo del verbo: estaba atrapándome. No pertenecía a ningún evangelio, ni siquiera a esa leyenda áurea censurada por la Contrarreforma. Esta deliciosa Magdalena no se arrepentía. Y tampoco era libre. Portaba en todos y cada uno de los entresijos que formaban su descarnada vestimenta la historia de hombres a la deriva que habían naufragado en aquellos labios cortados, agrietados, secos por la penitencia que, al contrario de padecer, había disfrutado y gozado. Jamás sería libre de aquellas ataduras. Estaba condenada por el resto de su existencia a vivir junto a su locura, a su tristeza, a su salvaje cautiverio alienado, a su exilio del mundo racional, a aquella melancolía que se derretía por sus ojos. Sin apenas dientes, engullía a los hombres de la misma forma que se tragaba los designios que la vida le había puesto en su camino. Vivía en el infierno y coleccionaba maldiciones herejes y vidas ajenas. Había saboreado el fuego de la perdición. Había conocido las profundidades más negras de la humanidad. Del ser humano. La visión que tenía ante mis ojos era el fracasado intento por purgar los errores y faltas como una ermitaña indómita, el malogrado y frustrado objetivo de curarse las penas. Se alimentaba de la pasión desbordada. Estaba erosionada y desgastada por las mismas almas que consumía y la unión eterna con el averno. La demencia la hundía al abismo y resurgía portadora de un juicio lunático.

Pero en ese momento, era humana. Más humana que nunca. Vi el miedo en su mirada. Vi que estaba cansada. La vi suplicar en el barranco de sus ojos. Vi el arrepentimiento. Un fugaz, efímero y breve destello que desapareció con la misma rapidez que mi sensatez. Me di cuenta en ese mismo instante. En ese nanosegundo en que las fallas temporales chocan y la realidad deja de ser subjetiva para convertirse en una idea. Para convertirse en una verdad. La absoluta. La que prevalece. La que impone el castigo de la razón. Nunca volvería a verlo tan claro como entonces. Sabía que estaba condenado. Como ella, me inundaría de pecado, me sumergiría hasta el fondo del pozo más negro. El amor como castigo. El amor como sentencia. Había entrado en su interior y ahora no podría salir. Quería beber petróleo y respirar humo. Ya no existía Rosie. Era la galería de las ilusiones. El trampantojo barroco. Había contemplado el horror y me había gustado. Había tocado el retrato de Dorian Grey y me había seducido.

No me arrepiento de haberme dejado llevar por sus encantos. Incluso en este preciso instante en que recojo mis recuerdos, esparcidos por la habitación. No negaré que tuve miedo, pero mayor fue el placer de haber sucumbido a la diosa del tártaro y rezumar entre sus placeres más prohibidos, carnales y espirituales. Incluso ahora, que intento tragarme la sangre, que procuro no ahogarme con la vida, me arrepiento de nada. Incluso podría decir que disfruté cuando sentí cómo sus ojos se llenaban de felicidad al atravesarme el vientre con aquel cuchillo. Pude sentir un gemido de placer. Pude escuchar cómo aquella voz le hablaba desde dentro. Cómo se hacía más pesado aquel trapo harapiento lleno de pecados, almas y remordimiento. Ni siquiera ahora, que no soy, cambiaría ninguna de sus caricias, ninguno de sus besos, ni el luto de su alma por la luz que le faltó a mi juicio. Ya no era Rosie, era aquella penitente sin salvación. Mi Magdalena. Mi veneno. Mi sentencia de muerte. Mi final.


Relato de Ramsés Torres García
Escultura de María Magdalena, Penitente; Donatello









jueves, 31 de enero de 2019

Ajenjo, de Ramsés Torres

1

Herida. En silencio y herida. Como siempre que se encontraban. Herida por el pasado. Vapuleada por el presente. Desorientada y a la deriva de un mar de sentimientos. No tenía sabor. Inodoro, incoloro e insípido. El ahora no tenía sentido. Sentada en aquel viejo Café, daba pequeños sorbos de ajenjo y grandes bocanadas de amargura, que tragaba con dificultad. El pasado acudía a su cabeza una y otra vez. Tan sólo unos momentos antes lo había vuelto a ver. Se había vuelto a perder en sus ojos, en la comisura de sus labios, en sus manos y, como casi siempre, su corazón había dado un vuelco. Sólo entonces cobraba vida su alrededor. Volvían el color y el sabor de las cosas. El sentido de la existencia. Su sonrisa. Y ella volvía a ser feliz. Guiños del pasado, de lo que pudo ser y no fue, sonrisas cómplices y miradas encontradas. Recuerdos y esperanzas que se desvanecían cuando llegaba el adiós. Y ella se quedaba sentada. Una vez más. Sintiendo aún el calor de su presencia. Escuchando su voz. Perdida en aquella mirada de amor. Y luego el tiempo pasaba. Y ella volvía a apagarse. Desaparecía su hálito de vida como si de una llama asfixiada por la falta de oxígeno se tratara. Ahogándose en un eterno vaso de ajenjo. Lenta o rápidamente. Daba igual. Qué más da. Sencillamente pasaba. Se dejaba vivir. Martilleando su ajado corazón con el paso de los minutos, las horas, los días y los meses... hasta que lo volvía a ver. Y volvía a sentir ese fuego en su interior. Esa pasión reservada para los amores verdaderos. Aquella nube de arena que arrasaba su pecho y le devolvía la vida de un solo golpe.

Pero mientras, el tiempo pasaba y lo devoraba todo a su paso. Dicen que curaba heridas. Que cicatrizaba los cortes del destino. Ella no pensaba eso. La flecha etérea que atravesaba su corazón le dejaba un dolor constante. Siempre elegantemente vestida y con tocado, esperaba que su hombre entrara por la puerta del Café y volvieran a charlar un rato. Unos minutos. Horas con suerte. Pero mientras... mientras esperaba sumergida en recuerdos del pasado. Atada a un destino que no le quería. Un destino que no la amaba. Un destino que la engañaba con una vida de cartón. En ocasiones aparecía por el Café y se sentaba junto a ella. Siempre de negro, con su sombrero y su maraña de pelos y barba. Se encendía una pipa, se pedía una copa y dejaba pasar el tiempo. Apenas cruzaban unas palabras. Sin importancia. Banales. Cargadas de una rutina insoportable y escasas de amor. Aislados el uno del otro. Como dos desconocidos. Marido y mujer. Sometidos a un presente maldito que los ahogaba en su propia existencia. Luego, el que ejercía como su esposo, se marchaba y ella esperaba a que entrara el verdadero amor de su vida. Siempre acompañada de su ajenjo. Bebida de borrachos decían en el viejo París, a la que se achacaba el alcoholismo de la clase trabajadora. Pero no le importaba. Jaleo y bullicio en el Café. Pero ella estaba sola. Aislada. No escuchaba nada. Su rostro rezumaba la tristeza de lo más profundo de su ser y su mirada se perdía en los recovecos del pasado. En sus recuerdos. En aquella noche. La noche en la que salió a cenar con él.

Recordaba su perfume. Las risas. La comida. Las miradas que se repartían. Las sonrisas encontradas. Cómo les guiñaba la luna. Su traje de chaqueta. Su vestido verde estampado. Aquellos secretos que se confesaban con el silencio de sus gestos. Esa atracción mutua que la pasión se encargaba de avivar. Esas abejas en el estómago. Ese zumbido en el corazón. Ese galope incontrolado de la sangre. Ese fuego interior que emergía cada vez que se tocaban. Sabía que el amor tenía que ser algo parecido a eso. ¿Acaso era amor?. Se había dado cuenta de que iba a estar enamorada de ese hombre toda su vida. Pero entonces llegó el alba. Todo había sido a escondidas. Llegaba la hora de la despedida. Ella estaba prometida y él también. Compromisos que los separaban de sus verdaderos impulsos. Y allí estaban. Uno junto al otro. La aurora se convertía en testigo de lujo. Se miraron y naufragaron en los deseos más profundos de su interior. Parecía que se iban a fundir en un beso. Un beso prohibido. El contacto de sus labios formando un único ser. Ella lo deseaba con toda su alma... pero aquel compromiso la ataba. Lo miró y deseó con todas sus fuerzas que él la hiciera suya. Pero aquel hombre también respetó su palabra. El beso fue el único ausente aquella noche. Llegó la hora de separarse. El mutismo de sus gargantas había reinado en los últimos minutos. ¿Para qué romper aquel hermoso silencio?, ¿qué decir cuando son las almas las que hablan?. Llegó el adiós, huérfano de broche dorado, y rematado con una sonrisa de melancolía. Ya se echaban de menos cuando una última mirada quedó eclipsada por el amanecer y los primeros rayos del sol. Aquella noche había acabado.

Y luego pasó el tiempo. Él se casó y ella se casó, pero ninguno con el otro. Pasaban los días. Y las semanas. Y la arena de aquel reloj no cesaba de caer. Y el sol salía y se ponía. Y ella se instaló un día en aquel Café y comenzó a ver pasar su vida a través de un vaso de cristal bañado con ajenjo. Tiempo muerto. Ajenjo y espera. Vaga existencia apoyada siempre en la esperanza de volverlo a ver una vez más. De que apareciera por la puerta. Y un día entraba. La pasión surgía de nuevo y la llama de la vida la llenaba por completo. Olvidaba su vida actual y se dejaba perder entre las miradas de aquel hombre y su voz. Se dejaba perder en aquella maravillosa noche donde sus vidas pudieron cambiar, pero no lo hicieron. Ignoraba si él, al que verdaderamente amaba y esperaba todos los días, quería a su mujer. La misma a la que llamaba esposa y acompañaba en el lecho por las noches. Lo ignoraba y le daba igual saberlo, porque cuando venía y se sentaba con ella, era el único momento que vivía. Eran los únicos instantes en los que se sentía viva y todo se removía en su interior. Luego él se marchaba diciendo que volvería. Y ella lo esperaba. Nunca la besaba. Nunca lo besaba. Nunca se besaron. Nunca se dijeron que se querían. ¿Amor?, tal vez... Pasaban los años y el beso no llegó, pero siempre se encontraban para perderse en sus rostros y sumergirse en lo más profundo de sus deseos. En los recuerdos de aquella noche y de lo que pudo ser y no fue.

Un día ella faltó del Café... y él no llegó. Nadie los volvió a ver. Unos dijeron que fue el tiempo el que la devoró. Que ella había gastado el reloj de arena. Otros que se cansó de esperar. Algunos se atrevieron a decir que él dejó de venir. Y fueron muy pocos los que rumorearon que habían huido juntos. Nada más se supo. Un día de 1876 apareció un cuadro en Brighton. Se titulaba “En el Café” y su autor era un tal Edgar Degas. Era conocido por participar con sus cuadros en la primera Exposición de los Impresionistas un año antes. La obra sufrió fuertes y drásticas críticas, pero aún así hubo un comprador. Dicen que era alguien con sombrero negro y pelo canoso. Un hombre mayor con una barba teñida de pinceladas blancas y que fumaba pipa. Unos dicen que era amante de la pintura de Degas, pero los más osados contaron que le escucharon decir que el hombre del cuadro era él, y que la mujer era su desaparecida esposa, “La bebedora de ajenjo”. Algunos rieron, pues sabían que los protagonistas de este cuadro eran dos amigos de Degas que habían posado para el pintor, pero otros aseguraron haber visto a aquel hombre años atrás, en un viejo Café de París, acompañado de una mujer con la vista perdida en el fondo de un vaso de ajenjo...

Texto de Ramsés Torres