Con mi hermana chica en un brazo
y un muslo de pollo en la otra mano.
Aunque no se note mi madre tiene cogido de la oreja a Joaquín.
Para que se esté quieto.
Mi hermano Carlos no sonríe para que no se le vea la ortodoncia.
Y siguiendo la estampa familiar
a Raquel sentada se le ven las bragas.
Sólo falto yo.
Que hice la foto.
Mi hermana chica se casó y se largó.
Vive en una zona turística. Allí se esterilizó
y depiló con láser sus ingles.
Lo mejor que oí decir de ella es que tiene un amante diez años
más joven que la amante que se echó su marido.
A mi hermano Carlos ya le quitaron la ortodoncia
pero algo de aquellas burlas hace que apenas pase por casa.
Y Joaquín, que ya cumplió los cuarenta,
come allí todos lo días.
Y Raquel sigue enseñando sus bragas
en un local más allá de la Avenida de la Paz.
Lleva a cuestas esa felicidad de la que no piensa demasiado.
Mi madre vive sola sin demasiada pena
y mi padre murió hace ya años
infartado por una avalancha de colesterol.
La de veces que le gritaba que dejara de comer
como si fuera un agujero negro.
Aún hablamos sólo de él
cada vez que un pedazo de familia se encuentra.
No es posible renegar de aquella masa de grasa y conservantes
a la que mi madre insistía en que llamáramos padre.
Pero si algo consiguió en su vida, fue sólo a su muerte,
cuando pudo poner por una vez a toda la familia de acuerdo,
de acuerdo en que su vida fue aquella foto.
Desenfocada.
Mal encuadrada.
Mi hermana chica en un brazo
y un muslo de pollo en la otra mano.
Incapaz de decidirse entre darle un beso a la niña
o pegarle un bocado a la comida.
Siempre entre la familia y la carne,
el viejo gordo bastardo.
Poema de Javier Martínez López
Imagen de Pixabay
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