Ha debido ser un cambio repentino de corriente, pensé. No había sentido tal sensación de desasosiego en mi vida. Me pregunto, de paso, qué es eso. La vida. No sé siquiera qué es un día o una noche. Conozco el sabor del mar y el paso del tiempo, aunque no sea capaz de cuantificarlo. Sólo sé que hace un momento disfrutaba de lo que considero mis aposentos cuando, de repente, algo me agarró con fuerza y me sacó de mi confortable y anodina cotidianidad. Todo cambió: la presión, la humedad. Sentí cosas que no había sentido nunca. No sabría explicarlo. Un chorro de agua, pero sin agua, y la sensación de estar flotando en otro medio ajeno y desconocido. Me asusté, para que negarlo. De pronto lo que fuese aquello que me sujetaba, perdió el contacto con mi piel y me soltó. Probablemente de forma involuntaria. Volví a experimentar algo nuevo, un cambio de presión otra vez, pero más brusco, hasta que paré en seco. Nunca había sufrido dolor y creo que aquello lo fue, pues era desagradable. Permanecí un rato inmóvil, paralizado por el miedo a la muerte o quizá porque no pertenecía a aquel lugar extraño y amenazante, lleno de ruido, libre de sal y con cierto sabor metálico. Cuando ya me quedaban pocas fuerzas, oí dos voces que hablaban de mí. Muy cerca. Entonces, segundos antes de mi muerte, entendí que una criatura llamada gaviota me había sacado del mar y me había dejado caer en una fábrica junto a la bahía. Un mal día para un erizo de mar, supongo.
Texto y foto de Antonio Moreno
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