Los pintores que han obtenido, por brillante oposición, las plazas de pensionados en la Academia de España en Roma, son conocidos del público por sus cuadros presentados en las exposiciones nacionales: Eduardo Chicharro, Manuel Benedito y Fernando Alvarez Sotomayor
– La Ilustración Española y Americana. Madrid, 15 de octubre de 1899
Tenía el ejemplar entre sus manos y lo leía meticulosamente. Cómo lo había conseguido tener en su poder, tampoco venía muy a cuento ahora, tan sólo pensaba cuan codiciosa y, tal vez, retorcida, puede llegar a ser la mente del ser humano. Abrió el facsímil y observó su primera ilustración, un tal Chopin, que lejos estaba de ser el gran actor de cine mudo que triunfaba en América. Acarició el papel como si de oro se tratara y luego endureció su mirada, para acto seguido chuparse la punta de su dedo índice y pasar página. La fecha constaba en la cabecera. 15 de octubre de 1899. Eduardo había seguido otros caminos diferentes a su padre, pero el gusto por la pintura lo mantenía intacto. Incluso había probado a pintar, y no había recibido malas críticas. Tal vez su cercanía con aquella forma de Arte, su familiaridad con los pinceles y con la representación plástica, cuyo olor le traía su más lejana infancia, hacía que toda la sensibilidad que poseía se fuera a las letras. Se desparramara por cuartillas en blanco y tomara forma en garabatos gramaticales. Pero ahora, con el deseado documento en las manos, quiso recordar a su recién fallecido padre. Buscó con la mirada y encontró su nombre en la tercera página. Allí estaba Eduardo Chicharro. Sonrió. El nombre de su padre y el suyo propio, tantas veces confundido, y las que él no sabría se confundirían a lo largo de la Historia. Se acomodó en su sillón, suspiró y se sumergió de lleno en aquella pequeña reseña hacia el pintor. Hacia su padre. Mientras leía recordaba sus palabras y su voz, y cómo ganó su beca para Roma. Recordaba lo que le había contado sobre el cuadro que le hizo ganar.
Había escuchado la historia de Tomás Ascheri. De los maltratos que sufrió y de cómo lo detuvieron. Estos detalles lo habían impactado y comenzó a pensar en la familia y en todas esas personas que sufren tras el telón de inocencia. Tras el velo del desconcierto y la angustia. Entonces en su cabeza comenzó a formarse la imagen que estaba buscando. La escena perfecta que requería el tema propuesto. De los tres ganadores, era el único que había omitido la figura del anarquista preso. Su tema se centraba en la familia y el sufrimiento que recorre sus cuerpos cuando el reo acaba de ser llevado a prisión. Recordaba la desgarradora escena que había pintado su padre como si fuera el fotograma congelado de una película. Acaban de llevarse preso al anarquista y entonces todo se queda vacío. Los cuerpos se derrumban y crece el desconsuelo en los seres queridos que sufren y padecen una tortura prefijada. Un destino que no se puede cambiar. Hay veces que, en lo más profundo de tu alma, sabes qué va a ocurrir, aunque te niegas a esperarlo y cierras las puertas de aquello que es inevitable. Tal vez fue eso lo que sintió la mujer del preso, que caía derrotada ante el revés que le ofrecía un destino escrito y marcado a fuego. No escucha nada, pues el silencio embota su mente y carga de angustia su cabeza, aunque hay jaleo a su alrededor. En el mísero cuarto en el que se desarrolla la escena, la luz de un día más gris que claro, entra por un ventanuco como un rayo de esperanza. La esperanza. Ese granito minúsculo que a veces sobrevive en una montaña de arena inexpugnable. Ese único punto insignificante al que agarrarse cuando el mundo se ha desvanecido bajo tus pies. Esa posibilidad escondida entre los garabatos escritos por las Parcas. Nada tiene sentido. Opuesta a esa luz, otra más dubitativa. La luz mortecina de la lámpara. La luz titilante e insegura. La luz del dolor que alumbra su corazón. Ella no está sola, aunque parece que el mundo se ha ido con su marido, al que consideran reo. Dos intentan consolarla, quizás amigos de la familia, o tal vez militantes del mismo ideario que el preso. Aferrándose a la esperanza, o pidiendo a gritos ahogados en el interior de su alma la liberación, una chiquilla arroja su mirada a la claridad del día, mientras otra niña, carente aún de los problemas de los mayores, busca con su mirada una reacción en el rostro abatido de su madre. Ella la acoge con su brazo derecho, mientras que con el izquierdo intenta consolar a una anciana, que se desvanece en un ahogado llanto, taponando su rostro para que no llore más.
Pero ella... ella está sola. Se ha quedado sola, pues hasta su corazón se ha ido con él. Y lo que más le duele, en lo más profundo de sus entrañas, es no poder luchar con ese perro destino que está trazado con marcas de fuego. Y lo que más le duele, es no poder verlo más. Y no poder besarle más. Y no poder abrazarlo más. Y no poder susurrarle al oído que le quiere. Un día. Y otro. Y todos hasta la eternidad. No puede explicárselo. No puede entenderlo. Y mientras, el dolor estrangula hasta sus lágrimas. Es a ella a la que han encerrado. Es a ella a la que están torturando. Porque es su vida la que se han llevado. Es a ella a la que le han quitado la vida sin matarla.
Eduardo recordaba el cuadro de su padre a la perfección. De cómo aquel juego de luces y sombras, se completaba con los vivos colores. Ahí fue cuando más se notó su trabajo con Sorolla. Quizás el rey tuvo muy en cuenta esta obra cuando lo hizo su pintor de corte. Era normal que después no comulgara con aquella ideología anarquista, y que sus pasos políticos fueran por otros derroteros. Aunque tampoco antes la había profesado. Su biografía así lo constataba. Sin embargo, ese cuadro y su victoria en aquella oposición becada a Roma siempre había impactado a su hijo. Si bien es cierto que su padre no volvió a tratar temas políticos en su pintura, éste en concreto sí había causado una profunda huella en el escritor. El Anarquismo era noticia en España, y Eduardo sabía que la intención de la Academia no era otra que erradicarlo con escenas de dolor y tragedia. Tal vez así escarmentarían, creía que pensaban desde el organismo de pintura. Tres años seguidos, desde 1897, con el mismo tema para las becas de pensionados. Grandes pintores ilustres trataron la misma escena, desde Romero de Torres hasta Ramón Casas. ¿Y qué se había conseguido?, todo lo contrario. Al menos así lo pensaba él. Terminó de leer la referencia de su padre y volvió atrás en el documento. En la segunda hoja leyó algo al azar...
El conflicto del día es la solución que ha de darse a la huelga de una minoría de contribuyentes de Barcelona. No aprobamos el hecho, ni nos parece propio llamar resistencia pasiva a una confabulación evidente para trastornar el país con pretextos en apariencia sanos, pero que no se pueden admitir; porque si es potestativo en los contribuyentes pagar o no sus cuotas, según crean o no que se administra bien, no habrá recaudación. Lo que hay en el fondo de todo ello es una condenación del sistema representativo, y desprecio de las Cortes y de todos los poderes. Es la anarquía mansa, precursora de la tumultuosa que asomó la cabeza en Zaragoza y, si Dios no lo remedia, ensangrentará a España antes de mucho
– La Ilustración Española y Americana. Madrid, 15 de octubre de 1899
Cerró el facsímil y sólo se acordó de ella. De aquella mujer del cuadro. No sabía si la intención de la Academia fue saciada con la pintura de su padre, pero les habría tenido que gustar. Sonrió. Le gustaba que lo confundieran con su padre, pero ahora, en la soledad de su salón, recordándole cuando sabía que se había ido con Caronte, dijo su nombre. Nadie le escuchó. Sus palabras rebotaron en las paredes. Sonó solemne. Melancólico tal vez. Eduardo Chicharro Agüera.
Texto de Ramses Torres
Pintura de Eduardo Chicharro, 1899
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