Cansado.
Agotado.
La vida había podido con él.
Había firmado el armisticio.
Ya no peleaba más. Había perdido.
Irremediablemente.
Totalmente.
Definitivamente.
Hizo un último viaje, solo, acompañado únicamente por sus recuerdos de años mejores, de una vida anterior a esta que le había derrotado.
No lo pensó mucho. Entró en el mar como el que entra en la paz largamente buscada. Apenas sintió el frío en su desnuda piel.
Apenas sintió nervios.
Apenas sintió nada.
Así de hundido estaba.
Perdió el pie y se dejó llevar por las olas. Su cuerpo se hundió lentamente, mecido por el lento vaivén de la marea.
Cerró los ojos y se dejó morir.
Casi se arrepintió cuando sintió la sal del agua entrando en sus pulmones. Pero la vida le había arrebatado las ganas de pelear. Así, sintió como la vida abandonaba su cuerpo en forma de burbujas de oxígeno que huían hacia la superficie.
Sintió la paz.
Sintió la ausencia de dolor.
Sintió la frescura de su final.
Pero...
Sintió un roce en los labios.
Creyó que estaba muerto y los peces estaban alimentándose de él. Y no le importó. Pero el roce se convirtió en caricia, y la caricia en beso.
Unos labios se pegaron a los suyos, ahora lo sentía con total claridad. El beso era dulce en un ambiente salado, cálido en un lugar frío, tierno en un entorno inmisericorde.
Sintió luz.
Sintió alegría.
Sintió calor.
Sintió vida.
Abrió los ojos y una larga melena rubia se le pegaba a la cara, meciéndose con las corrientes marinas.
No llegó a asustarse.
Apartó a la chica que le besaba con un suave empujón. La agarró por los hombros. Quiso gritarle, ordenarle que le dejara morir en paz. Que su vida hace tiempo que estaba gastada.
No pudo.
Frente a él tenía la cara más bonita que había visto en su vida. Los ojos más puros que jamás le habían mirado. Supo que no podría decirle nada que no fuera "te amo".
Cayó en la cuenta de que no estaba muerto.
Cayó en la cuenta de que estaba respirando.
Cayó en la cuenta de que seguía en el fondo del mar.
Cayó en la cuenta de que su recién encontrado amor era una criatura majestuosa, maravillosa y perteneciente a las leyendas más épicas.
Cayó en la cuenta de que le resultaba familiar. Que la había visto en sueños durante toda la vida.
Cayó en la cuenta de que estaba donde debía estar, aunque no sabía cómo había terminado allí.
Al fin, ella le habló, y no le sorprendió entenderla a pesar de estar en aquel lugar antes inhóspito.
—¿Por qué has tardado tanto?— Dijo la sirena mirándolo con ojos alegres.
Se encogió de hombros.
Luego quiso decir algo, creyó que debía dar una explicación.
Pero Ella le beso sin dejarle hablar. En realidad, le daba igual. Al fin estaba allí.
Eso era lo que de verdad importaba.
Él sintió que estaba en casa.
Sintió que una pieza suelta, la que nunca encajaba en su sitio a largo de la vida, encajó.
Y lo comprendió todo.
Y sonrió.
Y fue feliz, por primera vez en lustros.
Y se dejó llevar.
Y Ella le guió entre besos.
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