martes, 6 de julio de 2021

S. y el principito

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Cuando me estoy haciendo mayor… desde mi estantería, comienza El Principito a repetirme la misma pregunta (él nunca deja de formular una hasta que no se le responde), no entiende que no tenga a mi amapola protegida por una urna o que actúe como un adulto. Trato de calmarlo y le digo que el segundo dibujo es una boa que se ha comido a un elefante.

Al principio me molestaba que interfiriese en mis días sin previo aviso, pero ayer me pinté las uñas monocromáticamente a modo de invitación (necesitaba una de esas conversaciones sobre las cosas que están ahí y dejamos de contemplar al crecer). Me soltó con tono grave que estaba envejeciendo. No le di importancia (como un adulto cuando un niño le confiesa sus pensamientos), luego... se convirtió en la tarea primordial a resolver. Tenía razón.

Me da miedo percibir sólo el eco de su voz por eso lo releo cada cierto tiempo. Esa acción me limpia el cerebro de baobabs, espanta mis puestas de Sol y me recuerda que está tan sólo a una llamada de mí, a varias estrellas y una migración de pájaros salvajes.

El reloj marcaba las 2:11 a.m., preparé un vaso de leche (él es como si nunca tuviese hambre ni sed), me reveló el secreto de su zorro domesticado (“lo esencial es invisible a los ojos”) y entre juegos recuperé mi espontaneidad y las horas pasaron -lo noté en mis parpados- y volví a quedarme dormida a la orilla de mi pupitre. Entonces él, en silencio, apagó la luz, besó mi pelo y me susurró al oído esa frase que tanto me gusta (“Yo, si tuviera esos cincuenta y tres minutos para gastar, andaría despacito hacia una fuente...”) y llegó hasta mi sueño, en donde nos encontramos y reímos de esa forma tan única de la que sólo nosotros sabemos reír.
 
 
Texto  de Saray Pavón 
Imagen de Antoine Saint-Exupéry 

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