Me desperté en la mañana, inquieto. Sus vestidos estaban en el sofá y recordaron la fiesta que vivieron nuestros cuerpos. No podía olvidar que, en la noche, recorrí las cicatrices danzando en su vientre que no florecerá esperando un retoño nuestro. Eso me entristecía. Los años habían transcurrido; no volveríamos a ser aquellos chiquillos que nos conocimos en la escuela. Éramos dos adultos que elegimos unos caminos en los que nuestros hijos eran de otras raíces. El alcohol quizás logró que perdiéramos la cordura e hiciéramos el amor como dos amantes en buscaba del consuelo ante el fracaso de la primavera que salía por esas sabanas y ahora eran témpanos de hielo.
Ingresamos a la ducha de ese hotel que remembró nuestras tardes en mi casa. Esas tardes en las que venía a casa con la ilusión que la química, física y geometría, iluminaran a su loco cerebro. Milagro que nunca ocurrió. Me pegaba como un bebé a sus pequeños pechos y veía el origen de las estrellas que sonrojaban mi pálido rostro. Soñando que en el mañana seríamos uno solo, unos viejos, recordando estos días con nuestros nietos. Pequeños que no vendrían de nuestra unión y nuevamente, mis ojos se nublaban. Sus manos recorrieron mis frías mejillas y sus besos recordaron que nuestro amor sería eterno.
El reloj indicó que era tiempo de partir a nuestro presente y, entre lágrimas, nos fuimos.
Ha pasado un mes desde que nuestros corazones y cuerpos jugaron a ser uno. No la volví a ver.
Las ventanas frías de mi estudio fotográfico cantaron que nuestro amor era una ilusión del ayer.
Texto de Yessika María Rengifo Castillo
Imagen de Pixabay
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