Un insignificante punto de luz se cuela a través de un orificio en la pared y amenaza el largo reinado de la oscuridad. Las tinieblas se inquietan, no pueden soportar el mínimo indicio de debilidad. Desmoronaría la fe de sus adeptos y finalizaría la larga tiranía de las sombras. El silencio calla. Prefiere que otros se entrometan, con gestos y ademanes, y aguarda desde hace siglos, para que alguien rompa su misterio.
La incipiente claridad esboza una cama en una habitación, una colcha deshilachada en el suelo, una canasta sobre el colchón. La cabeza de un gato reposa sobre un asa. Un conjunto inmóvil, como el mismo tiempo, detenido sin más en el preciso instante.
Los esbirros alcanzan con rapidez los límites del reino: Las paredes que mantienen los secretos del paraíso perdido. Todas las fuerzas se despliegan para examinar el pequeño orificio. Perciben una fuerza maligna que creían derrocada con los últimos albores de la humanidad, casi pueden acariciar ese halo mágico, nunca visto ni recordado.
Tras una arenga, algunos esbirros sucumben ante el poder absoluto del resplandor. La luz se agazapa en el exterior, pugna por entrar. Las sombras recaban información y la transmiten por los infinitos caminos. La amenaza es real.
Nadie podía imaginar que la indomable luz regresara desde más allá de los primeros principios. El resplandor avanza lentamente, su poder se extiende por el vacío. Las fuerzas de la oscuridad se conjuran con las tinieblas. Los oscuros y los tristes salen de entre las sombras con los pasos cargados de suspiros. Han de acallar al enemigo antes de que imponga su dominio absoluto. La habitación vibra. Todo tiembla. El silencio puede romperse y así sucede: un silbido resquebraja la pared. La cegadora luz se hunde en la oscuridad.
Unos ladrillos conservan la sombra del gato, por unos segundos, hasta que se torna incandescente y se funde. El silencio habló por última vez.
Poema de Eugenio Barragán
Imagen de Pixabay
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