viernes, 29 de marzo de 2019

El Cazador De Dioses - Capítulo 2: La Última Cena

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Antes de emprender el regreso a casa en estado de crio-hibernación, la tripulación disfrutaría de una comida algo más suculenta de lo habitual y una posterior sobremesa con música y bebidas alcohólicas. Aquel era el momento favorito de Jim Niizaki. Tendría rienda suelta para beber hasta caminar como si el sistema gravitacional de la nave estuviera mal configurado. Después dormiría la mona y, para cuando despertara, su cápsula habría procesado la resaca por él.

El cocinero Robert Palmer se había esmerado en que aquella cena fuera del agrado de sus compañeros. Era lo que la gente poco respetuosa llamaba un "polo de carne", es decir, un humano del pasado, de principios del siglo XXI. A los dos años de haber pagado una millonada por ser congelado al morir, sufrió un accidente de coche. Despertó quince décadas después, sólo para descubrir que el planeta Tierra no era más que un vertedero, que todos sus seres queridos estaban muertos y olvidados, que las redes sociales habían pasado de moda (cosa que significó su ruina, pues las acciones que poseía ya no valían nada) y que su título en Organización y Administración de Empresas había quedado obsoleto en una sociedad nueva y extraña para él.

Pero, mira por dónde, siempre se le había dado bien la cocina, y eso le permitió trabajar en algunos restaurantes de Nuevo Edén. Así se estuvo ganando la vida hasta que, poco antes de que Tyagi embarcara en la Thaddeus, la paleontóloga tuvo el pacer de probar un excelente arroz al curry preparado por Palmer, y no dudó en recomendar sus servicios a la compañía, que aún no había encontrado un cocinero decente para la nave. Desde entonces, ella y el chef mantenían una afectuosa amistad.

– ¿Con qué porquería nos vas a deleitar esta vez, Palmer? – preguntó Oli Kruger, uno de los dos agentes seguridad con los que contaba la nave. Él y G-Carl eran los responsables de hacer cumplir las órdenes de la compañía y del capitán Harris, garantizando la seguridad de este último y manteniendo bajo control a cualquier tripulante al que la demencia espacial atrapara entre sus garras. Siendo G-Carl un hipergorila y Kruger un ex-soldado con el brazo derecho artificial y algunos implantes, eran prácticamente invencibles cuerpo a cuerpo.

– Algas acidalienses, crema de jengibre dulce y fingers de pollo  – respondió Palmer con resignación. Por muy bien que se le diera la cocina, a bordo de la Thaddeus tenía que adaptarse a los ingredientes de los que disponía. Aunque en realidad, sólo Kruger se quejaba de sus guisos. Su compañero G-Carl se abstenía a comer pollo, aún siendo cultivado, ya que, al igual que la piloto Clark, era vegano. Por eso, Palmer tenía la costumbre de preparar varias fuentes y dejar que cada comensal se sirviera lo que quisiera.
    – Esas algas tienen una pinta estupenda, ¿no creéis? – dijo Harris, intentando despertar entusiasmo entre su desmotivada tripulación – ¡Y además tenemos vino tinto! Vamos, equipo, esto es todo un banquete para nuestra celebración. En cuanto lleguemos, la compañía nos dará una buena prima por lo que hemos encontrado hoy.
– No lo sabremos hasta que lo vean – replicó el cocinero mientras se sentaba a la mesa. – Además, para mí sólo es otro polo de carne, pero más viejo.

Kruger no quiso perder la ocasión para volver a provocar a Palmer.

– Puede que cocine mejor que tú.

– Seguro. A ti te encantaría su plato estrella: mamut asado a la leña, poco hecho y sin especias.

– Deja de tocar las pelotas, Kruger... – dijo Tyagi, intentando reprimir sus risas. Después se dirigió al capitán y al cocinero. – Entiendo que tengáis vuestras dudas, pero creo que este es el descubrimiento más importante que he hecho en mi vida, y puede que el más importante de toda la historia de la antropología. Hasta ahora sólo hemos recuperado memoria genética de la Tierra, no recuerdos reales, no una verdadera consciencia repleta de experiencias y con una forma de ver la vida totalmente distinta. Cuando le hayamos implantado nuestro idioma, imaginad lo que podría contarnos sobre nuestros orígenes, y sobre nosotros mismos.


Niizaki asintió ante las palabras de la paleontóloga. Estaba realmente fascinado con el homo sapiens desde que lo había visto enterrado en el hielo. Más incluso que la propia Tyagi. Se moría de ganas por presenciar su reanimación. Tanto, que casi sería capaz de llevarla a cabo por su cuenta a escondidas de los demás.



Novela por entregas de Román Pinazo 
Ilustraciones de Oscar Silvestre


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