Entonces me clavaste esa mirada entre lastimera y desafiante. Y ese gesto bastó para hacerme caer en el recuerdo de los años felices. Apagué la colilla y miré hacia la ventanilla, tratando de esconder una sonrisa de medio lado que sentí subir inminente hacia mis labios. Estoy seguro de que pudiste verla en el reflejo del cristal y que intentaste usarla en mi contra. Maldita la hora en que se entrelazaron nuestras almas y se soldaron casi sin quererlo, pensé. Pero giré de nuevo la cabeza y negué varias veces, entre suspiros. No quedaba otro remedio. Los dioses se habían puesto en nuestra contra con una estrategia tan antigua como ellos mismos. De nuevo se abrieron las aguas y despejaron un camino de sobra conocido. Un pesar casi físico atenazó mi alma, que ya temblaba y se agrietaba, separándose de la tuya. Lo siento, dije en mitad de un balbuceo. Así que te acaricié y agachaste la cabeza, presa de la resignación. Las lágrimas enturbiaban la calzada, pero aun así continué conduciendo, arropado por el bálsamo que me infundieron aquellas palabras: "no te preocupes, va a ocurrir como en un sueño". Enjugué mi llanto con el envés de la mano y puse mis pensamientos en aquella inyección y mi esperanza en la profesionalidad del veterinario.
Texto de A. Moreno
Foto de Saray Pavón
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