El mar me contempla siendo yo un niño, sentado, balanceando los pies sin una razón lógica. Me mira desde su magnificencia de miles de millones de años y me siento un niño grande. Pero luego termina mi viaje al recuerdo y me siento un hombre pequeño, insignificante, como una de esas conchas que esperan a ser recogidas.
El mar…
Lo cierto es que me asusta su grandeza, la inmensidad de ese gran monstruo legendario cuyo descomunal cuerpo es un caldo de cultivo. Un ser ancestral tan gigantesco que permite que habiten en su interior todo tipo de seres, algunos tan antiguos como él, algunos tan feroces como él. Sigo, embelesado, el balanceante vuelo de las gaviotas. Se fijan en mí por un instante y creo verlas sonreír, o quizá sea la forma de su pico, proclive a la sonrisa, que fue diseñado para transmitir tranquilidad y reposo. Me sobrevuelan quietas en el aire, como decenas de cometas sujetas por las manos de decenas de niños invisibles cuyas risas se escuchan a través del gorjeo de las argénteas aves. Su balanceo y el vaivén del mar parecen sincronizados en un ballet que llevan improvisando desde que el mundo es mundo y me vuelvo por momentos el más ferviente aficionado.
Cae la tarde y vamos quedando solos, las gaviotas, el mar y yo. Nos resistimos a abandonar el muelle. El mar continúa besando mis pies con sus interminables chapoteos, gotas como labios que son la prolongación de esas olas que de nuevo forman una silueta de mujer. Pero las gaviotas me ofrecen por última vez la música que mis oídos quieren oír y poco a poco van retirándose a sus secretos aposentos, ocultos en la inminente noche.
A lo lejos, los últimos de mis semejantes me abandonan y me dejan solo frente al monstruo. Se va volviendo más oscuro conforme el incauto Sol se adentra en unas fauces que lo engullen sin piedad. La última dentellada es voraz y el interior de la gran bola de fuego se desparrama en el horizonte dejando sobre la superficie la anaranjada sangre de la víctima. No se repondrá hasta dentro de muchas horas, hasta que en algún lugar del mundo sea vomitado de nuevo hacia el cielo; crimen y reencarnación sin castigo ni doctrinas. Al fin me veo a solas con él. Ya no distingo figuras femeninas, ni puedo ver los presentes en la orilla. Ahora solo veo negrura infinita y me sigue asustando, me aterra, pero estoy enamorado de sus resplandecientes olas cuando la mañana las dibuja para mí. Y me quedo sentado en el muelle de la bahía, viendo sin ver, intuyendo lo que el día me ha ofrecido y lo que, sin duda, volveré a contemplar, retrasando el momento de regresar a casa y soñar con las mareas.
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