Soy Olimpia Galera Cote. Tenía ocho años cuando mi madre falleció, se fue y me dejó llamándola a gritos por la ventana.
Dicen los conocidos que fue a raíz de ese hecho cuando comencé a desarrollar un comportamiento muy peculiar. Desde ese día cada vez que una amiga o familiar intentaba marcharse en un momento que yo no creía oportuno manifestaba mi disconformidad sancionándolos con algún acto: una veces les escondía la cartera, otras les daba una patada, un pellizco, un tirón de pelo... En una ocasión incluso llegué a vaciar un vaso de aceite sobre la cabeza de una amiga: el motivo fue que decidió irse antes de finalizar un juego.
Afirman que a continuación los miraba con autoridad, señalaba la puerta de salida extendiendo el dedo índice y, con voz de ultratumba, gritaba:
–¡Fueeeraaa...!
Esa manía que en principio achacaron a la temprana edad y a una necesidad de llamar imperiosamente la atención fue derivando en algo más serio, pues la complejidad de las sanciones así como las huellas que dejaban aumentaron en calidad con el paso de los años.
Paralela a esta actitud en la celebración de la mayoría de edad comencé con otra costumbre también bastante peculiar. Ese día los hechos no se desarrollaron como tenía previsto y fue tal la rabia al no poder imponer mis deseos que abandoné la fiesta, salí a la calle y comencé a correr sin dirección alguna. Cuando por fin detuve la huida me encontré frente a la estación de trenes. Accedí al interior con la respiración entrecortada, compré una botella de agua con una moneda que encontré en el pantalón, bebí hasta la última gota, busqué el banco más apartado, me senté, elevé instintivamente la vista y al ver el panel de los viajes programados elegí un destino al azar. Luego cerré los ojos... El olor a centro público, la fricción de las ruedas de las maletas sobre el suelo, la musicalidad de la megafonía y los gritos de despedidas ayudaron a imaginarme viajando hacia ese lugar. La sensación de lejanía fue tan cautivadora que durante años, cuando las cosas no se desarrollaban según los planes previstos, actuaba de la misma manera.
Fue en una de esas escapadas donde conocí a Klaus. Apareció igual que un Adonis vestido de blanco. Se encontraba desvalido como un animal fuera de habitat, llevaba todas sus pertenencias sobre los hombros y apenas chapurreaba el español, pero el idioma no fue un impedimento para iniciar una conversación. De ahí pasamos a tomar un café y entre vocablos mal pronunciados me explicó que había venido de Alemania a perfeccionar el castellano y conocer el país de su abuelo paterno.
Desde ese primer encuentro comenzamos a salir con cierta continuidad. A las pocas semanas todas las viejas costumbres pasaron a ocupar un lugar irrelevante, mi único interés pasó a ser su compañía.
A los tres meses de conocernos abandoné el hogar paterno con la intención de iniciar una vida en común y empleé el sueldo de cajera en alquilar un pequeño piso donde él impartí clases de idioma.
Yo no había tenido demasiada experiencia con el sexo opuesto, no sé si por la hostilidad de mi comportamiento o por mi extremada delgadez pero ninguno de esos detalles le importaron a Klaus. Repetía una y otra vez que había dejado una huella indeleble en su existencia, que trazaríamos un mismo camino, que ahora todo tenía sentido, que nunca me abandonaría... En ningún momento me extrañaron tantos juramentos en tan poco tiempo, estaba falta de buenas promesas y reconozco que habría creído a quien me hubiese ofrecido la primera sonrisa.
Soportaba sin rechistar sus continuas llegadas a altas horas de la madrugada, las borracheras de fines de semana o las escapadas para practicar alpinismo. Todo con tal de oírle decir:
–Ich verde zurückkommen...
La palabra volveré pronunciada en su idioma era el mejor juramento y Klaus, consciente de su poder, la utilizó tantas veces como creyó oportuno. Pero la vida no siempre nos lleva por el camino deseado. Un día sin previo aviso las ofrendas terminaron. Al poco tiempo lo vi abrazado a una desconocida y, en ese instante, descubrí como el dolor del engaño supera al abandono.
El hallazgo de este hecho fue un revulsivo de los viejos instintos, no necesité oír un adiós para saber que terminaría marchándose. Y ante eso debía actuar, no quería quedarme gritando su nombre por la ventana.
Esa misma noche me puse su vestido preferido, el negro de amplio escote. Para cenar preparé crema de calabacines, patatas asadas, filetes de sajonia, flan casero aderezado con una buena dosis de somníferos y, como digestivo, una generosa copa de un licor alemán preparado a base de hierbas llamado Abteilikoer. El efecto de la sobredosis de benzodiazepina fue inmediato, en pocos minutos se desvaneció sobre el sofá.
A la mañana siguiente nadie diría que estaba muerto... parecía tan dormido...
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Relato de Esperanza García Guerrero, de su libro Puertas Giratorias, editado por Ediciones En Huida, 2012.
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