martes, 1 de agosto de 2017

En esencia...

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Despuntaba el alba tras un manto de sombrías nubes cuando le sacaron de su celda. Le conducían irremediablemente al cadalso, en silencio. Solo se oía el crujir de sus articulaciones; el amasijo de huesos en el que le habían convertido parecía rechinar en cuanto daba un paso, como si cada una de las piezas de su esqueleto chocara con la contigua sin que la carne apenas interviniese. Los ojos, hundidos en el cráneo, se clavaban en el suelo, tal vez por la resignación, tal vez para prevenirse de los rayos del sol que, aun tras los tenebrosos cirros, podría quemar sus azules iris.

Caminaba a duras penas, casi llevado en volandas por los dos carceleros, impasibles y eficaces. No había desprecio en sus miradas, solo indiferencia, la expresión de quien hace su trabajo sin preguntar por qué. Conforme salían del edificio aumentaba en sus oídos el gentío, que vociferaba toda clase de insultos y sentencias vulgares que le condenaban al infierno, pasando antes por la hoguera. Solo algunas ancianas interiorizaban una plegaria por su alma, casi ocultas, por temor a la turba. Cuando se hubieron acostumbrado a la luz, sus ojos contemplaron por primera vez a la masa que iba a ser testigo de su muerte. Al contrario que la soga que le ataría al poste, su corazón se deshilachaba por momentos, presa de la impotencia y la rabia que, debido a la injusticia, iba a sentir por última vez.

Le hicieron pasar delante del desatado público para acceder a su particular Gólgota y allí le dejaron, donde ya estaban esperando el verdugo y el juez que oficiaría el ajusticiamiento.

El verdugo ató las manos del condenado a la picota y encendió la tea.

El reo le dedicó una tenue, casi imperceptible sonrisa a aquellas plañideras clandestinas, quienes contestaron cerrando los ojos, apretándolos hasta dejar escapar una amarga lágrima. Mientras, el resto le lanzaba piedras y fruta podrida con más saña que puntería. Con una fulminante mirada, el juez detuvo la lluvia de objetos y calmó ligeramente el rugido de la plaza.

Frente al populacho solo quedaban ya tres figuras bien diferentes. El verdugo, bajo la capucha, solo era un funcionario más, bien alimentado y sin escrúpulos que solo pensaba en sus honorarios. El ajusticiado, la sombra de un hombre, una lúgubre caricatura de sí mismo. Castigado, acusado de brujería y de practicar cartomancia se resignaba a la injusta muerte. El juez, que miraba con desprecio a todo aquello que no fuera su reflejo, devoraba una reluciente manzana y le daba instrucciones al verdugo. Su riqueza no solo provenía de las monedas que acompañaban a su cargo, también percibía grandes sumas que se perdían en su bolsillo en el camino hacia las gentes del pueblo, los mismos que contemplaban el espectáculo deseosos de una muerte dolorosa y atroz. Ni el sudor derramado de sol a sol, ni las encallecidas manos cada vez más vacías, hacían recordar a aquellos espectadores de dónde venía su mediocridad, su escasez.

El juez sacó el legajo en el que se detallaban los cargos y la sentencia.

…por brujería y por practicar artes adivinatorias tales como el tarot y la videncia, este tribunal te condena a ser purificado en el fuego divino…

Cada frase era jaleada por el tumulto.

¿…abandonas a Satán y te retractas de las palabras por las que se te ha condenado?

Se hizo el silencio, acompañado por la macabra expectación; si se retractaba, se acabó el espectáculo.

El reo negó con la cabeza y cerró los ojos. Con una sonrisa dibujada en sus grasientos labios, el gobernador ordenó la quema con un simple gesto de confirmación.

El reo se asfixiaba ya por el humo y sus pies comenzaban a carbonizarse mientras los más fanáticos de las primeras filas y el mismo juez lanzaban a la hoguera el objeto de la condena, un manifiesto en el que se podía leer:

“…he visto el futuro, me he asomado a sus tenebrosas puertas, y dentro de quinientos años, el mundo no habrá cambiado…”

Texto de A. Moreno
Imagen de dominio público extraída de Pixabay

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