Se vistió según las indicaciones exigidas. Es decir: traje de chaqueta oscuro, camisa blanca acompañada de corbata azul y, como era habitual en estas ocasiones, su más apreciado talismán, los gemelos con el símbolo del dolar.
Ya en la calle, caminó los veinte pasos correspondientes hasta su Audi TT negro. Cuando lo alcanzó, pasó la mano sobre la puerta para sentir el tacto de la carrocería. Antes de arrancar, miró por el retrovisor si estaba bien camuflada su incipiente calvicie y, cerrando los ojos, acarició la cola de liebre que guardaba en la guantera.
Al llegar al lugar indicado, un garito situado en un polígono industrial cercano a la autovía N-IV, le esperaba en la entrada ese tipo rapado que le presentó Juan. No le gustaba nada su cara de boxeador retirado, pero la propuesta que le hizo cuando lo llamó fue muy interesante. Así que aceptó.
Al entrar en la sala le desconcertó la potencia de las luces, el suelo enmoquetado de rojo que impedía oír los pasos y, sobre todo, la música de Vivaldi. No hallaba ninguna señal que emitiera buenas vibraciones. Sin embargo alejó ese desconcierto achacándolo a las rarezas de la gente de dinero.
El tipo le presentó a los cuatro jugadores y después de una partida de billar para relajar tensiones se inició la timba. Comenzó perdiendo 2500 euros, luego la pérdida ascendió a la cantidad de 6100 y tras cuatro horas... sólo consiguió recuperar 1000.
A las seis de la mañana no pudo impedir que el Rolex desapareciera de su muñeca; mientras se despedía de él se censuró por no haber hecho caso a las señales, ellas nunca le fallaban. Demasiada luz, demasiado Vivaldi... no debería haber apostado.
Entonces el jugador más corpulento rodeó su nuca con un brazo y le preguntó:
–¿Quieres recuperar lo perdido y triplicarlo?
–Me gustaría pero... no tengo efectivo –contestó, retirando la pesada mano de su cuello. No le gustaban esa clase de confianzas.
–Para lo que te propongo no hace falta dinero sino... ¡cojones! –dijo golpeando fuertemente la mesa. A continuación hizo un gesto al tipo de la cara de boxeador retirado que al instante apareció con un revolver en la mano y una bala en la otra–. Si tienes huevos... ¡aquí tienes esto! ¿Ya conoces el juego, no? Basta con apretar una vez el gatillo... ¡BANG!... y listo –murmuró pellizcándose el bigote.
En ese preciso instante la música cesó. Una paz interior lo inundó, tenía fe ciega en los signos del destino, así que, en silencio, mirando fijamente el arma, la tomó entre sus manos con decisión. Abrió el cargador, introdujo la bala en uno de los orificios, lo hizo girar como una ruleta, apostó al número ganador, la colocó en la sien derecha y, sin dar lugar a que el público disfrutase del espectáculo, apretó el gatillo. Luego la dejó sobre la mesa, recogió el reloj y, mientras se ajustaba el nudo de la corbata, dijo:
–Bueno... aclaremos las cuentas que hay que dormir.
Al arrancar el auto sintió como un sudor frío empapaba su espalda y, en ese momento, fue consciente del mal sabor que deja el peligro, sobre todo si es de metal, pero su angustia se disipó cuando acarició la cola de liebre. Entonces arrancó el coche, pisó varias veces el acelerador para escuchar el rugir del motor. Activó el equipo de música, seleccionó el disco Outlandos d´Amour del grupo The Police, donde figuraba su tema favorito y sonrió al comprobar que, una vez más, había conseguido mantener la fe en esas señales que se cruzaban en su camino.
Al día siguiente en la sección de sucesos de los periódicos locales, mezclada entre las noticias de varios atracos y una denuncia de agresión, se podía leer:
El Servicio de Emergencias 112 y la Guardia Civil informan que en el día de ayer, a las 7:00, el conductor de un Audi TT negro, identificado con las iniciales P.S.M. falleció en accidente de tráfico al no respetar la señal de stop. El ocupante del otro vehículo implicado en la colisión ha resultado ileso.
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Relato de Esperanza García Guerrero, de su libro Puertas Giratorias, editado por Ediciones En Huida, 2012.
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