El calor ha llegado para quedarse, con todo su poder ondeando sobre las aceras vacías. Pocos se atreven a luchar contra la abrasadora ola de napalm que arrasa la ciudad. Me asomo a la ventana, a riesgo de perder por sublimación ambos globos oculares. No parece el momento más idóneo para emprender un viaje alrededor del barrio pero casi de forma autómata, pongo un pie en la calle y el otro le sigue y se enzarzan, sin permiso, en una contienda ajena a mi cabeza. De esa forma, guiado por mis pies, comienzo a caminar sin rumbo bajo el sol, de la mano de la brisa veraniega. Suele acompañarme a todas partes con su risa, pues la lleva impresa en su cálida alma. Pero decido ignorar ese tintineo desenfadado y me sumerjo en las profundidades de mi propia consciencia.
Tan profundo es el chapuzón, que un mecanismo del subconsciente obliga a mi cerebro a conservar un mínimo de actividad neuronal, para así evitarme topar con los escasos viandantes y otros obstáculos. Mientras, el resto de mi agitada mente, bulle entre millones de ideas; desordenadas, brillantes, tristes, horribles y bellas. De pronto una de ellas se define, casi por sí sola, casi por casualidad. Y se dispara, como una punzada en la sien, pero se aloja entre los ojos, a punto de provocarme un incómodo estrabismo. Una mueca de sorpresa absoluta eleva mis cejas hasta límites jamás alcanzados. “¡Es mi nariz!”, exclamo, deteniéndome en mitad de la calle. “Nunca pude ver más acá de este poco agraciado apéndice nasal”. Me sorprende la nula importancia que le doy al hecho de hablar conmigo mismo y en voz alta. La falta de vergüenza me hace volver en mí, y me percato de que la noche se acerca. De nuevo soy dueño de la mayor parte de mis propios pensamientos y vuelvo raudo a mis aposentos. Agarro el teléfono y llamo a aquel amigo que anda de capa caída. Un par de tonos y un “¿qué pasa, tío?” después, recupero del todo mis facultades y vuelvo a perder de vista mi nariz.
Tan profundo es el chapuzón, que un mecanismo del subconsciente obliga a mi cerebro a conservar un mínimo de actividad neuronal, para así evitarme topar con los escasos viandantes y otros obstáculos. Mientras, el resto de mi agitada mente, bulle entre millones de ideas; desordenadas, brillantes, tristes, horribles y bellas. De pronto una de ellas se define, casi por sí sola, casi por casualidad. Y se dispara, como una punzada en la sien, pero se aloja entre los ojos, a punto de provocarme un incómodo estrabismo. Una mueca de sorpresa absoluta eleva mis cejas hasta límites jamás alcanzados. “¡Es mi nariz!”, exclamo, deteniéndome en mitad de la calle. “Nunca pude ver más acá de este poco agraciado apéndice nasal”. Me sorprende la nula importancia que le doy al hecho de hablar conmigo mismo y en voz alta. La falta de vergüenza me hace volver en mí, y me percato de que la noche se acerca. De nuevo soy dueño de la mayor parte de mis propios pensamientos y vuelvo raudo a mis aposentos. Agarro el teléfono y llamo a aquel amigo que anda de capa caída. Un par de tonos y un “¿qué pasa, tío?” después, recupero del todo mis facultades y vuelvo a perder de vista mi nariz.
Foto de Saray Pavón
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