Primero, un silencio estremecedor. Si acaso algún murmullo casi imperceptible. El viento agitando una bandera, alguna tos clandestina. Tenues sonidos que preceden al inicio de la tragedia. El gladiador espera en el centro del círculo cuya arena pronto será salpicada con sangre. De repente suena el corto compás de un arcaico instrumento de viento y abren la compuerta. Aparece el contrincante. A los ojos del público es como un monstruo desnudo y feroz que quisiera extinguir a la raza humana. Alrededor exclaman asustados y se escapan algunos ademanes de sorpresa por la visión de ilusoria superioridad del reo. Pero realmente no están en igualdad de condiciones. El héroe, espada y escudo en mano, contempla al enemigo que sólo cuenta con la protección de su piel y unas armas rudimentarias que, además, han sido boicoteadas en las mazmorras por sus captores. Comienza la lucha desigual y se suceden las humillaciones y las burlas que, entre fanfarrias y otras piezas populares, se reciben en las gradas como actos de una épica conmovedora. A veces, el héroe se toma un descanso y deja que otros se diviertan acuchillando inteligentemente el cuerpo ya cansado. Todo el mundo asume que sus entretenedores saben dónde y de qué profundidad deben ser las punciones para que no sean letales y que pueda así continuar el espectáculo.
Más fanfarrias. Vuelve el protagonista. Nuevas vejaciones. Otra vez el silencio.
Ni el viento se atreve a empujar la tela de las banderas. De nuevo, el estridente instrumento irrumpe en la quietud que sólo había sido rota en contadas ocasiones por motivadores vítores de emoción. La seriedad se apodera del recinto. Parece que ha llegado la hora final, la resolución de una contienda que siempre tuvo un ganador desde el principio. El héroe se planta frente a la moribunda víctima, perfilado para asestar el golpe de gracia. Ambos se miran a los ojos. Uno, concentrado, se abalanza con pose triunfadora en un último ataque mortal. El otro, a la espera de lo inevitable, reúne las pocas fuerzas que le quedan en un desesperado movimiento de defensa. Para sorpresa y dolor del público, consigue cambiar por completo las tornas. La cornada es brutal y el matador se desangra sobre el ruedo. Es llevado con urgencia a la enfermería alentado por sollozantes señoras vestidas de época. El resto de la cuadrilla termina vilmente el trabajo clavando una puntilla en el bulbo raquídeo del toro. Al día siguiente nadie se acuerda del imponente animal que da su vida y dignidad para el regocijo de miles de sádicos sin sentimientos. Mientras, todas las portadas se desviven por el estado de salud del cobarde al que llaman héroe. Sobrevivirá, y retomará su oficio con más ganas aún. Algunos se aventuran a llamar "terrible susto" a lo ocurrido. Otros preferimos la expresión "morir con las botas puestas".
Dibujo de A. Moreno
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